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Authors: John Norman

Cautiva de Gor (28 page)

BOOK: Cautiva de Gor
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Llevaba las manos esposadas a la espalda y de ellas salía una cadena que llegaba hasta una pesada argolla colocada en el suelo de la jaula.

Llevaba el cabello suelto.

La habían maniatado tan fuertemente como a un hombre. Aquello me molestó. ¡Deberían haberle colocado brazaletes de esclava, como a cualquier otra mujer!

¡Qué bella y arrogante parecía!

¡Cuánto la odiaba!

Me di cuenta de que la parte de arriba de su jaula contaba con un enorme aro, para que así, si se deseaba, pudiera ser colgada de la rama de un árbol o ser suspendida de algunos barrotes y todo el mundo pudiese verla. Sin duda, Marlenus había dado orden de que Verna fuese exhibida en varios pueblos y ciudades en el camino hacia Ar, para que así la pieza más valiosa cobrada por él en la cacería, la bella cautiva sobradamente conocida en Gor como una proscrita, contribuyese a engrandecer y prestigiar su nombre y su fama. Supuse que no harían de ella una esclava hasta que llegasen a Ar. Imaginé que allí sería convertida en esclava públicamente, y quizás a manos del propio Marlenus.

Las esclavas se arremolinaban alrededor de la jaula, golpeándola con sus palos y varas, escupiendo y jurando. Verna aguantaba todo aquello dando la impresión de que había decidido ignorarlas. Pero su actitud enfurecía más a las esclavas y redoblaron sus esfuerzos. Verna se tambaleó por el dolor, pues su cuerpo se iba cubriendo con cortes y golpes, pero no bajó ni un segundo la cabeza ni tampoco se dignó a hablar o a reconocer de ninguna manera a sus enemigas.

Entonces hubo como un murmullo de indignación en la multitud y, llena de rabia, vi que unos hombres comenzaban a subir a la carreta, pero para apartar a las esclavas que martirizaban a Verna. También los cazadores se acercaron a la jaula, enfadados, dando latigazos a su alrededor. Las esclavas gritaron y huyeron. Los hombres las cogieron y les quitaron los palos y las varas y luego las arrojaron sobre las piedras, a sus pies, donde ellas se encogieron ante las sandalias de los hombres libres, que les ordenaron que se alejasen. Las muchachas se pusieron en pie y llorando, aterrorizadas, se fueron corriendo, como esclavas humilladas y escarmentadas.

Yo estaba enfadada. Me hubiese gustado tener un palo o una vara. ¡Cómo hubiese pegado a Verna! ¡No me daba ningún miedo! ¡Le habría pegado bien, como se merecía!

Su carreta comenzó a alejarse, movida por los pequeños tharlariones con cuernos. El mango de una lanza golpeó la madera de la carreta, cerca de donde yo espiaba. Nos retiramos, asustadas. Alguien bajó el toldo. Volvimos a estar solas dentro de la carreta, encerradas.

—De ahora en adelante —dijo Inge—, El-in-or se dirigirá a todas las de esta carreta con el tratamiento de Señora.

La miré, llena de odio.

—No —le dijo Ute a Inge.

—Sí —dijo Inge.

—Eso es ser cruel con ella.

—Trataremos a El-in-or exactamente como se merece.

Las demás muchachas, excepto Ute y Lana, que quizás temía que la tratase como a mí, estuvieron de acuerdo.

—Te trataremos exactamente como te mereces, ¿verdad? —preguntó Inge, mirándome.

No le respondí.

—¿No es así, El-in-or?

Me mordí el labio.

—¿No es así?

—Sí —respondí en un susurro.

—Sí, ¿qué?

—Sí... Señora.

Las demás muchachas, incluso Lana, rieron.

—Mueve los pies —dijo la muchacha sentada frente a mí.

Miré a Inge. Su mirada tenía una expresión dura.

—Sí, Señora —respondí. Moví mis tobillos encadenados. Odiaba a Inge, a Lana, a Ute, ¡a todas ellas!

Notamos que la carreta se movía de nuevo, continuando su camino hacia la Puerta del Campo. Volvíamos a ser bienes, esclavas, que serían vendidas en Ar.

Pero a mí me habían obligado a reconocer que era la más esclava de la carreta, ¡yo era más esclava que ella! Me sentía furiosa.

Ute siguió recogiendo bayas. Ni ella ni el guarda me miraban, así que robé algunas más de su cubo para el mío. Introduje dos en mi boca con todo cuidado de que no se notase.

Durante los últimos años, los mercaderes habían acordado construir a lo largo de ciertas rutas comerciales, entre Ar y Ko-ro-ba y entre Tor y Ar, unos recintos protegidos con empalizadas. No los hay a lo largo de toda la ruta, por desgracia, pero en principio, fueron construidos para que la separación entre unos y otros fuera de un día de marcha de caravana. En la práctica, muchas veces hay que acampar al aire libre. De todas maneras, estos recintos, cuando se encuentran, son recibidos con alegría no sólo por los mercaderes normales y los de esclavas, sino por cualquier persona que se halle realizando un viaje. Varias ciudades, a través de su propia Casta de Mercaderes, ceden terrenos para la construcción de estos recintos y, con lo que obtienen por su alquiler, pueden mantener una guarnición generalmente formada por hombres de sus propias ciudades. Estos locales se rigen por las leyes del Comercio, que se revisan se aprueban y se promulgan cada año en la Feria de las Sardar. Las paredes son dobles, la muralla interior es más alta y todo el recinto está cubierto con cable para tarn. Estos fuertes no se diferencian mucho de los fuertes fronterizos normales más que por su tamaño y en muchas ocasiones las ciudades los mantienen en la periferia de sus propiedades. En los fuertes fronterizos, sin embargo, hay pocas provisiones y poco espacio para alojar los bienes de los mercaderes, y sus carretas. Normalmente hay sitio para sus guarniciones y sus esclavas. Pensé que no me gustaría ser una esclava en un lejano puesto de frontera. Yo quería residir en una ciudad lujosa, en la que se pudiesen comprar muchas cosas, con sitios importantes y placeres. Quería llevar mi collar en la propia gran Ar.

A los cinco días de salir de Ko-ro-ba nos detuvimos en una de estas Fortalezas para Mercaderes.

En su interior se permite en ocasiones a las muchachas andar con libertad. No pueden escaparse y ello les gusta.

Targo nos lo permitió, durante un tiempo determinado y divididas en grupos. Los grupos los formaban las muchachas que ocupaban una determinada carreta. Lo hicimos por turnos. Recuerdo cómo corrí en el interior de la fortaleza...

De pronto me detuve.

—¡Lana! ¡Lana! —grité.

—¿Qué pasa?

—¡Mira!

Junto a uno de los largos muros de la fortaleza, al otro lado de donde nos hallábamos nosotros, se encontraba el campamento de los cazadores de Marlenus. Habían salido de Ko-ro-ba después, pero habían viajado más rápidamente.

Tanto Lana como yo y algunas muchachas más corrimos hacia las jaulas para ver los eslines y las panteras y los trofeos de caza. Lana se rió ante las jaulas de los esclavos.

Fuimos juntas, con otras muchachas, a provocarles.

Nos acercábamos a las jaulas y cuando ellos alargaban las manos para cogernos, dábamos un salto hacia atrás.

—¡Compradme! —les dije riendo.

—¡Compradme! ¡Compradme! —repitieron las demás, también riendo.

Uno de los hombres tendió la mano hacia Lana.

—Déjame tocarte —suplicó.

Ella le miró con desprecio.

—No permito que me toquen esclavos —le respondió. Y se rió burlonamente—. Le perteneceré a un hombre libre, no a un esclavo.

Luego se alejó de él, como una esclava, provocándole.

Él sacudió los barrotes con rabia.

Las quince muchachas de Verna estaban encerradas en pequeñas jaulas de metal. Estaban agachadas, acurrucadas y desnudas. Les tiramos porquería y les escupimos.

Me alegró particularmente poder molestar a la que me había tenido sujeta con una correa en el bosque. Encontré un palo y me dediqué a hostigarla con él por entre las barras. Ella intentaba librarse de los golpes como un animal; quiso atrapar el palo y coger mi brazo, pero yo era más rápida.

La golpeé una y otra vez, le tiré porquería y me reí.

—¡Mira! —dijo Lana.

Abandoné a la muchacha rubia y me coloqué frente a la jaula de Verna.

Los cazadores estaban a su alrededor, pero ni Lana ni yo les temíamos demasiado. Tampoco estaban particularmente interesados en lo que hacíamos, lo cual nos animó.

—Saludos, Verna —le dije.

Ya no llevaba las esposas puestas, pero estaba atada al interior de la jaula, la cual estaba ahora suspendida de unos mástiles, como si fuese un gran trofeo.

Me hubiese gustado poder mirarla por encima del hombro, pero ella era una mujer más alta que yo y, además, la jaula colgaba a cierta distancia del suelo.

—¿Te acuerdas de mí? —le pregunté.

Me miró sin decir nada.

—Fui yo la que en Ko-ro-ba gritó la primera para que las esclavas te pegasen. Aquella paliza me la debes a mí.

Su rostro no expresaba nada.

Metí el palo entre los barrotes de su jaula y volqué el recipiente para el agua que había en el interior. El agua corrió por el suelo y un poco se escurrió hacia fuera.

Di la vuelta a la jaula. No podía mirarnos a Lana y a mí a la vez.

No se volvió para vigilarme. Cuando llegué a la parte de atrás, metí la mano en el interior y le robé la comida.

Verna seguía mirándonos, pero sin moverse.

De pronto la golpeé con el bastón, y ella retrocedió, pero no gritó.

Lana le tiró porquería encima.

Entonces así la jaula y la hice girar sobre su cadena. Ésta se retorció y la jaula giró. Lana y yo, riéndonos, la hicimos girar adelante y atrás, y cuando me era posible golpeaba a Verna a través de los barrotes. La golpeábamos y le escupíamos, y le echábamos porquería.

Luego dejamos la jaula quieta. Verna tenía los ojos cerrados. Estaba cogida a las barras y tragó saliva.

Al cabo de unos minutos abrió los ojos.

Seguimos metiéndonos con ella durante unos minutos más, escupiendo, dando golpes e insultándola. Ella no respondió.

Luego oímos que uno de los guardas de Targo nos llamaba. Era hora de regresar a la carreta, para que otro grupo de esclavas pudiera salir a disfrutar la libertad en el recinto.

Le di a Verna otro golpe con el palo.

—¿No puedes decir nada? —le grité. Estaba furiosa porque no había gritado, ni había protestado o llorado implorando piedad.

El guarda volvió a llamarnos.

—Corre —dijo Lana—, o nos azotarán.

Le di a Verna un último golpe, un empujón seco sobre el hombro, con el palo.

—¿No puedes decir nada? —le chillé.

—Tienes agujeros en las orejas —dijo ella.

Grité de rabia, y me volví. Tiré el palo y corrí hacia la carreta.

Eché otra baya en el cubo.

—Ute —dije—. Habla con Inge. Dile que no sea cruel conmigo.

—¿Por qué no hablas con ella tú misma? —preguntó.

—No le caigo bien. Me pegaría.

Ute se encogió de hombros.

—Tú le gustas —insistí—. Habla con ella por mí. Pídele que no me haga llamar a las demás Señora. No quiero hacerlo. ¡Sólo son esclavas!

—Todas lo somos.

—Por favor.

—Está bien. Se lo pediré.

Se dio media vuelta y siguió recogiendo bayas. Pronto sería la hora de la comida de la tarde.

Miré a mi alrededor para ver si el guarda estaba mirando. Pero no.

Mi cubo estaba tan sólo medio lleno.

Ute llevaba el cubo tras ella y recogía bayas a un metro de distancia de donde yo me hallaba. Me daba la espalda. En el fondo, era una pobre tonta. Puse un dedo bajo la amplia tira de cuero que rodeaba mi garganta y nos unía. Luego me acerqué a ella y tomé dos puñados de bayas de su cubo y las puse en el mío.

Me quedé unas cuantas para ponérmelas en la boca.

Entonces, cuando estaba poniéndome las bayas en la boca, me pareció oír algo. También Ute y el guarda lo oyeron al mismo tiempo. Di un grito y, enfadada, comencé a correr hacia las carretas.

Ute los vio antes que yo, a lo lejos.

—¡Mira! —dijo—: ¡Tarns!

A lo lejos, en formación de V, se acercaban tarnsmanes.

—¡Salteadores! —gritó Ute—. ¡Deben ser más de cien!

Me quedé paralizada. Lo más incomprensible era que nuestro guarda nos había abandonado. Había regresado corriendo hacia las carretas. ¡Estábamos solas!

—¡Al suelo! —gritó ella, y me cogió de los brazos para que me pusiese de rodillas sobre la hierba.

Les vimos atacar la caravana a oleadas, alzar el vuelo y volver a atacar hasta descargar todas sus saetas.

Los de la caravana soltaron a los boskos y provocaron su estampida. No se hizo ningún esfuerzo por colocar las carretas en un solo perímetro defensivo. Tal idea tiene poco sentido cuando el enemigo puede atacar desde arriba. Los hombres se esforzaban en colocarlas en un denso cuadrado defensivo empujando y tirando de ellas con sus propios cuerpos. Dejaron algo de espacio. De esta manera, podían ocultarse debajo de ellas, puesto que los suelos les proporcionaban alguna protección. Los espacios entre las carretas permitían a los defensores poder disparar sus ballestas hacia los atacantes, al tiempo que ayudaban a prevenir que el fuego, en caso de producirse, se esparciese de carreta a carreta. En muchas todavía había muchachas encadenadas que gritaban. Los hombres rasgaron el toldo azul y amarillo, para que las muchachas pudieran ser vistas.

—¡Soltadlas! —gritaba Ute, como si alguien pudiese oírla—. ¡Soltadlas!

Pero no serían soltadas, a menos de que las cosas se pusieran muy mal para la caravana, en cuyo caso sí las dejarían ir, como habían hecho con los boskos.

Mientras tanto, sus cuerpos servían para proteger parcialmente los de los defensores situados debajo y entre las carretas.

Los salteadores querían a las muchachas; en realidad, aquél era el motivo de su ataque.

Por lo tanto, a menos que deseasen destruir los preciados bienes que anhelaban, su ataque tenía que ser muy comedido y cuidadosamente calculado.

Entonces se produjo una lluvia de saetas ardientes. Las puntas de las flechas llevaban trozos de tela prendidos con brea.

Las carretas se incendiaron.

Vi a varios defensores desencadenando a las muchachas que gritaban. El cabello de una de ellas estaba ardiendo.

Las muchachas se apretujaron bajo las carretas, muchas de las cuales ardían.

Un defensor obligó a la muchacha cuyo cabello ardía a revolcarse en la porquería para apagar el fuego. Dos chicas cruzaron la hierba corriendo para alejarse de las carretas.

Los tarnsmanes descendieron, saltaron de sus pájaros al este del cuadrado formado por las carretas y, con las espadas desenvainadas, corrieron por entre las carretas que ardían.

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