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Authors: Patricia Cornwell

Causa de muerte (27 page)

BOOK: Causa de muerte
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—Y no sólo eso. También sigue adelante con tu caso.

No presté oídos porque no merecía la pena que perdiese el tiempo con aquello.

—Yo, en tu lugar, me cubriría la espalda. —Pete me miró fijamente—. No me tomaría el asunto a broma. —Hizo una pausa—. Ya sabes lo charlatanes que son los policías, así que oigo cosas. Y por ahí corre el rumor de que tuviste un encontronazo con Roche y que su jefe quiere conseguir que el gobernador te despida.

—La gente puede contar los chismes que quiera —repliqué, más molesta todavía.

—Bien, el problema, en parte, es que lo miran, ven lo joven que es y hay gente a la que no le cuesta imaginar que podrías sentirte atraída por él. —Guardó silencio un momento y me di cuenta de cuánto despreciaba a Roche y de las ganas que tenía de propinarle una paliza, por lo menos—. Lamento decírtelo —añadió—, pero las cosas serían mucho mejor para ti si no fuera tan atractivo.

—El acoso sexual no tiene que ver con el aspecto de la gente, Marino. Pero el tipo no tiene dónde agarrarse y el asunto no me preocupa.

—El asunto es que ese hombre quiere perjudicarte, doctora, y que está empeñado en ello. Te joderá si puede.

—Entonces que se ponga a la cola de los que quieren hacerlo.

—La persona que llamó al taller de Virginia Beach y se hizo pasar por ti era un hombre. —Me miró a los ojos—. Tú ya lo sabías.

—Danny no haría una cosa así —fue todo lo que se me ocurrió contestar.

—Eso mismo creo yo. Pero Roche quizá sí —replicó Marino.

—¿Qué haces mañana?

—No tengo tiempo de contártelo —dijo con un suspiro.

—Quizá tengamos que hacer un viaje a Charlottesville.

—¿Para qué? —Torció el gesto—. No me digas que Lucy aún sigue con sus chifladuras.

—No es ése el motivo del viaje, aunque es posible que la veamos.

11

L
a mañana siguiente hice una ronda por los laboratorios de pruebas y mi primera parada fue en el laboratorio del microscopio electrónico de barrido, donde encontré a la científica forense Betsy Eckles en plena preparación de un cuadrado de neumático de coche. Estaba sentada de espaldas a mí y la vi colocar la muestra en una plataforma que seguidamente se introduciría en una cámara de vacío de cristal para cubrirla con partículas atómicas de oro. Observé el corte en el centro del caucho y me resultó familiar, pero no llegué a estar segura.

—Buenos días —la saludé.

Betsy Eckles se volvió de su intimidadora consola, llena de válvulas de presión, manómetros y microscopios digitales que construían las imágenes en píxeles en lugar de en líneas de vídeo. Betsy era una mujer delgada y canosa, y aquel jueves aún parecía más desolada de lo habitual bajo su larga bata de laboratorio.

—Buenos días, doctora Scarpetta —respondió tras colocar la muestra de caucho perforado en la cámara.

—¿Neumáticos rajados? —pregunté.

—Los de armas de fuego me pidieron que recubriera la muestra, y que lo hiciera inmediatamente. No me pregunte por qué.

La mujer no estaba nada satisfecha porque era una respuesta insólita a lo que en general no se consideraba un delito importante. Yo tampoco entendí por qué había de tener prioridad aquel asunto un día en que los laboratorios llevaban tanto retraso, pero no era aquello lo que me había llevado allí.

—He venido a hablar del uranio —le dije.

—Es la primera vez que encuentro algo así. —Eckles abrió un envoltorio de plástico—. Y hablamos de veintidós años...

—Tenemos que saber de qué isótopo de uranio se trata.

—Estoy de acuerdo, pero como nunca me he encontrado con algo así, no estoy segura de dónde hacerlo, aunque aquí no, desde luego.

Con una cinta adhesiva por las dos caras empezó a preparar lo que parecían partículas de polvo en un tubo de ensayo, que seguidamente encerraría en un frasco de almacenaje. La mujer recibía restos para analizar cada día pero nunca estaba apurada.

—¿Dónde está la muestra radiactiva? —pregunté.

—Exactamente donde la dejé. No he vuelto a abrir esa cámara ni tengo ganas de hacerlo.

—¿Puedo ver lo que tenemos ahí?

—Desde luego.

Se situó ante otro microscopio digitalizado, conectó el monitor y éste se llenó de un universo negro salpicado de estrellas de diferentes tamaños y formas. Algunas eran muy brillantes mientras que otras ofrecían destellos mortecinos y todas ellas resultaban invisibles a simple vista.

—Ahora lo estoy ampliando a tres mil —dijo mientras manipulaba unos controles—. ¿Quiere más aumentos?

—Creo que con esto bastará —respondí.

Seguidamente observamos una escena que podría haber salido de un observatorio astronómico. Unas esferas metálicas ofrecían el aspecto de planetas tridimensionales rodeados de lunas y estrellas más pequeñas.

—Eso procede de su coche —me informó—. Las partículas más brillantes son uranio. Las poco brillantes son óxido de hierro como el que se encuentra en la tierra. Además hay aluminio, que hoy en día se utiliza en casi todo. Y sílice, o sea arena.

—Todo muy normal. Es lo que encontraríamos en la suela del zapato de cualquiera —comenté—. Excepto lo del uranio.

—Y hay otra cosa que querría señalar —continuó la mujer—. El uranio tiene dos formas. La lobulada o esférica, resultado de algún proceso en el que el uranio se ha fundido. En cambio aquí tenemos formas irregulares con bordes agudos, lo cual significa que son el resultado de un proceso en el que ha intervenido una máquina.

—La CP&L utiliza uranio para sus centrales nucleares. —Me refería a la Commonwealth Power & Light, que suministraba electricidad a todo el estado de Virginia y a algunas zonas de Carolina del Norte.

—Sí, eso es seguro.

—¿Hay por aquí alguna otra industria que lo utilice?

Eckles meditó unos instantes la respuesta.

—En la región no hay minas ni fábricas procesadoras. Bueno, está el reactor de la universidad, pero creo que se utiliza principalmente para la enseñanza.

Seguí contemplando la pequeña tormenta de material radiactivo que había introducido en mi coche el desconocido que había matado a Danny. Pensé en la bala Black Talion con sus terribles garras metálicas y en la extraña llamada telefónica que había recibido en Sandbridge, a la que había seguido la presencia de alguien que pretendía saltar mi valla. Estaba segura de que, de un modo u otro, Eddings era el vínculo común entre todo aquello debido a su interés por los neosionistas.

—Verá —dije a Eckles—, que un contador Geiger se dispare no significa que la radiactividad sea perjudicial. De hecho el uranio en sí no es dañino.

—El problema es que no tenemos precedentes de algo así —respondió la mujer.

—Es muy sencillo —le expliqué con paciencia—. Este material es una prueba en la investigación de un homicidio. Yo soy la forense del caso, que es jurisdicción del capitán Marino. Lo que ha de hacer usted es extender un recibo y entregarnos esa prueba a Marino y a mí. Nosotros la llevaremos a la universidad para que los físicos nucleares de su laboratorio determinen qué isótopo contiene.

Naturalmente, para conseguir la autorización fue preciso proceder a una conferencia telefónica en la que intervinieron el director del Buró de Ciencias Forenses y el comisionado de Sanidad, que era mi jefe directo. A ambos les preocupaba un posible conflicto de intereses porque el uranio había aparecido en mi coche, y naturalmente porque Danny había trabajado para mí. Cuando insistí en que no era sospechosa en el caso se tranquilizaron, y en el fondo se sintieron aliviados de que alguien se hiciera cargo de la muestra radiactiva.

Volví a la sala de MEB y Eckles abrió la temible cámara mientras yo me enfundaba unos guantes de algodón. Retiré con cuidado la cinta adhesiva del tubo y la guardé en una bolsa de plástico, que sellé y etiqueté inmediatamente. Antes de abandonar la planta me detuve en la sección de Armas de Fuego y encontré a Frost sentado ante un microscopio de comparación, donde examinaba una vieja bayoneta militar colocada sobre un portaobjetos. Le pregunté por el neumático rajado que había ordenado rociar de polvo de oro.

—Tenemos una posible arma utilizada en ese caso de las ruedas pinchadas de su coche, doctora. —Frost ajustó el enfoque al tiempo que desplazaba el filo del arma.

—¿Esta bayoneta?

Antes incluso de hacer la pregunta, ya sabía cuál sería su respuesta.

—Exacto. La han traído esta mañana.

—¿Quién? —pregunté, cada vez más suspicaz. Frost dirigió una mirada a la bolsa de papel doblada sobre la mesa contigua. Observé la fecha y el número de caso, junto al apellido «Roche».

—Chesapeake —respondió.

—¿Sabe algo de dónde ha salido? —Me sentía furiosa.

—Apareció en el portaequipajes de un coche. Es lo único que me han dicho. Al parecer, por la razón que sea, hay un gran revuelo en torno al asunto.

Subí a Toxicología. Era una visita que desde luego tenía que hacer. Me sentía malhumorada y mi ánimo no mejoró cuando por fin encontré a alguien que podía confirmar lo que ya me había dicho mi nariz en el depósito de Norfolk. El doctor Rathbone era un hombretón ya mayor, con los cabellos muy negros todavía. Lo encontré en su despacho, firmando informes de laboratorio.

—Acabo de llamarla. —Levantó la cabeza—. ¿Qué tal el Año Nuevo?

—Nuevo y diferente. ¿Qué hizo usted?

—Tengo un hijo en Utah, así que allí nos fuimos. Le juro que me trasladaría allí si pudiera encontrar trabajo, pero supongo que los mormones no tienen mucha necesidad de mi especialidad.

—Creo que su especialidad es necesaria en todas partes —respondí—. Y supongo que ya tiene los resultados del caso Eddings —añadí, recordando la bayoneta.

—La concentración de cianuro en sangre es de cero coma cinco miligramos por litro, lo cual es letal, como sabe. —Rathbone continuó con las firmas.

—¿Qué hay de las válvulas y tubos del equipo de buceo?

—No hay indicios concluyentes.

No me sorprendió, aunque en realidad no importaba demasiado porque ahora ya no quedaban dudas de que Eddings había sido envenenado con gas de cianuro. Su muerte había sido un claro homicidio.

Conocía a la fiscal de Chesapeake y me detuve en mi despacho el tiempo preciso para llamarla y pedirle que estimulara a la policía a hacer lo que debía.

—No era preciso que me llamaras para eso —fue su respuesta.

—Tienes razón. No era preciso.

—No te preocupes, me ocuparé de ello. —La noté enfadada—. ¡Menudo hatajo de idiotas! ¿El FBI tiene alguna noticia de todo esto?

—Chesapeake no necesita su ayuda.

—Sí, claro. Supongo que los homicidios de submarinistas por envenenamiento con cianuro son cosa habitual para ellos. Ya te llamaré.

Después de colgar cogí el abrigo y el bolso y salí a lo que prometía ser un hermoso día. Marino había aparcado en el lado de Franklin Street y estaba sentado en el coche con el motor en marcha y la ventanilla bajada. Cuando me encaminé hacia él, abrió la puerta y el portaequipajes.

—¿Dónde está?

Levanté un sobre de papel manila y Marino me miró con sobresalto.

—¿Lo has metido ahí dentro sin más? —exclamó con los ojos como platos—. Pensaba que por lo menos lo pondrías en una de esas latas metálicas de pintura.

—No seas ridículo —respondí—. Puedes sostener uranio en la mano sin que te cause ningún daño.

Guardé el sobre en el portaequipajes.

—Entonces, ¿cómo es que se disparó el contador Geiger? —insistió Pete mientras yo subía al coche—. Se disparó porque esa mierda es radiactiva, ¿no?

—El uranio es radiactivo, desde luego. Pero por sí solo lo es muy poco porque el período de desintegración espontánea es muy largo. Además, la muestra que llevamos ahí es sumamente pequeña.

—Mira, para mí eso de «un poco radiactivo» es como lo de «un poco embarazada» o «un poco muerto». Y si no te preocupa, ¿cómo es que has vendido tu Mercedes?

—No ha sido por eso.

—Si te da igual, prefiero no exponerme a ninguna radiación.

—No vas a recibir ninguna radiación, te lo aseguro.

Pero Marino siguió despotricando.

—¡No puedo creer que nos hayas expuesto a mí y a mi coche a ese uranio!

—Marino —probé otra vez—, muchos de mis pacientes llegan al depósito con enfermedades muy desagradables: tuberculosis, hepatitis, meningitis, sida... Y tú has estado presente en las autopsias y siempre te has sentido a salvo conmigo.

Pete condujo deprisa por la interestatal, sorteando el tráfico.

—Pensaba —añadí— que a estas alturas ya sabrías que nunca te pondría deliberadamente en una situación de peligro.

—Deliberadamente. De eso se trata. Pero quizás andas metida en algo que no conoces bien. ¿Cuándo fue la última vez que tuviste un caso radiactivo?

—En primer lugar —expliqué—, el caso en sí no es radiactivo; sólo lo son algunos restos microscópicos relacionados con él. Y en segundo lugar, conozco el tema de la radiactividad. He estudiado los rayos X, los MRI y los isótopos que se utilizan para el tratamiento del cáncer, como el cobalto, el yodo y el tecnecio. Los médicos aprenden de muchas cosas, entre ellas de enfermedades por radiactividad. ¿Quieres hacer el favor de aminorar la marcha y escoger un carril?

Lo miré con creciente alarma mientras él aflojaba la presión del pie en el acelerador. El sudor le bañaba la frente y le corría por las sienes; tenía el rostro congestionado. Con las mandíbulas encajadas, agarraba el volante con fuerza y respiraba trabajosamente.

—Frena —exigí.

No respondió.

—Para el coche, Marino. Ahora mismo —repetí en un tono que no admitía réplicas.

En aquel tramo de la 64, el arcén era ancho y estaba pavimentado. Me apeé sin decir una palabra y rodeé el coche hasta la puerta de su lado. Le indiqué con el pulgar que saliera y obedeció. Tenía la espalda del uniforme empapada de sudor y distinguí el perfil de la camiseta que llevaba debajo.

—Creo que me está cogiendo la gripe —murmuró. Ajusté el asiento y los espejos. Marino se secó el rostro con un pañuelo—. No sé qué me pasa.

—Tienes un ataque de pánico —respondí—. Respira profundamente y procura calmarte. Dóblate hacia delante y tócate la punta de los pies. Relaja el cuerpo, déjalo flojo.

—Si alguien te ve conducir un coche policial, me abrirán un expediente —dijo mientras se abrochaba el cinturón de seguridad.

—En este momento la policía debería agradecerme que no estés al volante —señalé—. En tu estado, no deberías manejar ninguna máquina. De hecho deberías estar sentado en la consulta de un psiquiatra.

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