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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

Casa desolada (11 page)

BOOK: Casa desolada
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—¿E irte al extranjero? —preguntó Ada.

—¡Sí!

—¿Quizá a la India?

—Pues sí, creo que sí —contestó Richard.

—Yo no lo he pensado —dijo Ada—. Lo único que lamento es ser la enemiga (como supongo que lo soy) de tantos parientes y otra gente, y que ellos sean mis enemigos, como supongo que lo son, y que estemos todos arruinándonos los unos a los otros, sin saber cómo ni por qué, y que estemos siempre en duda y en desacuerdo todas nuestras vidas. Parece muy raro, pues en alguna parte debe de imperar el derecho, que en todos estos años no haya habido un juez decidido a averiguar lo que es justo.

—¡Ay, prima! —dijo Richard… ¡Y tan raro! Toda esta complicada partida de ajedrez para nada es muy extraña. El ver ayer a ese tribunal seguir tan tranquilo con sus cosas y pensar en los sufrimientos de las piezas del tablero me dio dolor de cabeza y me afligió el ánimo al mismo tiempo. Me dolía la cabeza de preguntarme cómo pasaba todo esto, si aquellos hombres no eran ni idiotas ni sinvergüenzas, y me afligía el ánimo pensar que quizá fueran ambas cosas. Pero en todo caso, Ada, si me permites que te llame así…

—Pues claro, primo Richard.

—En todo caso, la Cancillería no nos va a transmitir a nosotros ninguna de sus malas influencias. Estamos felizmente reunidos, gracias a nuestro buen pariente, ¡y ya no puede separarnos!

—¡Esperó que nunca, primo Richard! —dijo Ada gentilmente.

La señorita Jellyby me apretó el brazo y me lanzó una mirada muy significativa. Respondí con una sonrisa e hicimos un camino de vuelta muy agradable.

Media hora después de nuestra llegada apareció la señora Jellyby, y en el transcurso de una hora fueron llegando uno a uno al comedor los diversos elementos necesarios para un desayuno. No dudo que la señora Jellyby se hubiera acostado y levantado como todo el mundo, pero no parecía que se hubiera cambiado de vestido. Durante el desayuno estuvo muy ocupada, pues el correo de la mañana trajo mucha correspondencia relativa a Borriobula-Gha, lo cual le haría (según dijo) pasar un día muy ocupado. Los niños correteaban por todas partes, y se iban anotando otros recuerdos de sus accidentes en las piernas, que eran perfectos calendarios de sus heridas; Peepy desapareció durante hora y media, y un policía lo trajo a casa desde el mercado de Newgate. La apacibilidad con la que la señora Jellyby llevó tanto su ausencia como su devolución al círculo familiar nos sorprendió a todos.

Para entonces ya estaba dictando perseverantemente a Caddy, y Caddy iba volviendo rápidamente a la condición entintada en la que la habíamos conocido. A la una llegó a buscarnos un carruaje abierto, con una carreta para nuestro equipaje. La señora Jellyby nos dio muchos recuerdos para su buen amigo, el señor Jarndyce; Caddy se levantó de su escritorio para acompañarnos a la puerta, me dio un beso en el pasillo y se quedó en los escalones, llorando y mordiendo la pluma; Peepy, celebro decirlo, estaba dormido, con lo que no hubo de soportar el dolor de la separación (yo tenía algún temor de que hubiera ido al mercado de Newgate a buscarme), y todos los demás niños se subieron en el carruaje de las maletas y se fueron cayendo, y los vimos, muy preocupados, esparcidos por toda la superficie de Thavies Inn cuando íbamos saliendo de allí.

6. En casa

El día había aclarado muchísimo, y seguía aclarando a medida que avanzábamos hacia el oeste. Avanzábamos bajo el sol, el aire estaba limpio, y cada vez nos asombrábamos más ante las dimensiones de las calles, el esplendor de los comercios, la densidad de la circulación y las grandes multitudes a las que lo agradable del tiempo parecía haber sacado a la calle como flores multicolores. Poco a poco empezamos a salir de la maravillosa ciudad y a atravesar suburbios que, a mis ojos, hubieran constituido en sí mismos una buena ciudad cada uno, y por fin llegamos a un auténtico camino campestre, con molinos de viento, trillas, piedras miliares, carretas de campesinos, olores a paja vieja, señales que se movían al viento y abrevaderos para los caballos; con árboles, prados y setos. Resultaba delicioso ver aquel paisaje verde ante nosotros y la inmensa metrópolis a nuestras espaldas, y cuando pasó a nuestro lado un carruaje con una recua de caballos preciosos, con jaeces rojos y cascabeles que hacían un ruido cristalino, resultaba tan musical que todos podríamos haber cantado a aquel son, tan animadas eran las influencias que nos rodeaban.

—Todo este camino me recuerda a mi tocayo Whittington
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—dijo Richard—, y ese carruaje es el último toque. ¡Eh! ¿Qué pasa?

Nos habíamos detenido, y también el carruaje. Su música cambió cuando se pararon los caballos, y se redujo a un sutil cascabeleo, salvo cuando un caballo agitaba la cabeza o se sacudía, y provocaba una pequeña cascada de campanillas.

—Nuestro postillón va en busca del conductor —siguió diciendo Richard—, y el conductor viene hacia nosotros. ¡Buenos días, amigo! —El conductor estaba junto a la puerta de nuestro coche, y Richard, mirándolo de cerca, exclamó:

—¡Qué cosa más extraordinaria! ¡Lleva en el sombrero tu nombre, Ada!

Llevaba en el sombrero los nombres de todos nosotros. Metidas en la cinta tenía tres notitas: una dirigida a Ada, otra a Richard y otra a mí. El conductor nos las entregó sucesivamente, tras primero leer el nombre en voz alta. En respuesta a la pregunta de Richard de quién las enviaba respondió brevemente:

—Mi jefe, señorito, y a sus órdenes —y se volvió a poner el sombrero (que era como un cuenco, pero blando), hizo restallar el látigo para volver a despertar su música y se marchó melodiosamente.

—¿Ese carruaje es el del señor Jarndyce? —preguntó Richard al postillón de nuestro coche.

—Sí, señor —fue la respuesta—. Va a Londres.

Abrimos las notas. Eran idénticas entre sí y contenían estas palabras, escritas con letra sólida y clara:

Queridos míos,

espero que nuestra reunión sea feliz y sin problemas para ninguno. Por consiguiente, he de proponer que nos encontremos como viejos amigos y que no hablemos del pasado. Eso quizá os alivie a vosotros, y a mí sin duda, al igual que aumentará mi amor por vosotros.

JOHN JARNDYCE

Quizá tuviera yo menos motivos que mis acompañantes para sorprenderme, dado que nunca había tenido una oportunidad de dar las gracias a quien había sido mi benefactor y mi único apoyo terrenal desde hacía tantos años. No había pensado cómo podía darle las gracias, pues mi gratitud estaba arraigada demasiado honda en mi corazón para eso, pero entonces empecé a pensar en cómo podía conocerlo sin darle las gracias, y consideré que sería dificilísimo.

Las notas reanimaron en Richard y Ada una impresión general que ambos tenían, sin saber muy bien por qué, de que su primo Jarndyce nunca soportaría expresiones de agradecimiento por ninguna de sus amabilidades y de que, antes que aceptarlas, recurriría a los expedientes y las evasiones más singulares, o incluso se echaría a correr. Ada recordaba vagamente que había oído decir a su madre, cuando ella era pequeña, que una vez había sido de una generosidad extraordinaria con ella y que cuando fue a casa de él a darle las gracias él la vio por casualidad por una ventana cuando iba ella hacia la puerta, e inmediatamente se escapó por la puerta de atrás y nadie volvió a tener noticias suyas en tres meses. Aquel discurso desembocó en muchas más observaciones sobre el mismo asunto, y de hecho nos duró todo el día, pues apenas sí hablamos de otra cosa. Si, por casualidad, nos desviábamos a otro tema, pronto volvíamos a éste, y nos preguntábamos cómo sería la casa, y si veríamos al señor Jarndyce en cuanto llegáramos, o al cabo de un rato, y lo que nos diría o lo que le diríamos nosotros a él. No hacíamos más que hablar una y otra vez de lo mismo.

Los caminos estaban muy pesados para los caballos, pero en general estaban en buena condición, de manera que nos apeamos y subimos todas las cuestas, y aquello nos gustó tanto que prolongamos nuestro paseo por la parte llana cuando llegamos arriba. En Barnet nos estaban esperando otros caballos, pero, como acababan de darles de comer, también tuvimos que esperarlos, y nos dimos otro largo paseo por unos prados y un viejo campo de batalla antes de que nos alcanzara el coche. Aquellos retrasos alargaron tanto el camino que había terminado el corto día y empezado la larga noche antes de que llegáramos a St. Albans, cerca de cuyo pueblo sabíamos que estaba la Casa Desolada.

Para entonces estábamos tan preocupados y tan nerviosos que incluso Richard confesó, mientras dábamos botes por las piedras de las viejas calles, que sentía un deseo irracional de volver a la ciudad. En cuanto a Ada y a mí, arropadas por el mismo Richard con gran cuidado, porque la noche era fresca y cortante, estábamos temblando de la cabeza a los pies. Cuando salimos del pueblo tomamos una curva y Richard nos dijo que el postillón, que desde hacía rato se compadecía de nuestro nerviosismo, miraba hacia atrás con un gesto de asentimiento; las dos nos pusimos en pie en el carruaje (con Richard sosteniendo a Ada por si venía un bache) y escudriñamos aquel campo abierto y la noche estrellada, por si lográbamos ver nuestro punto de destino. Había una luz que brillaba en la cima de una cuesta ante nosotros, y el conductor la señaló con el látigo y gritó: «¡La Casa Desolada!»; puso a los caballos al trote y nos llevó hacia allá a tal velocidad, pese a que era cuesta arriba, que las ruedas lanzaban el polvo de la carretera volando por encima de nuestras cabezas, como la espuma de un molino de agua. Unas veces perdíamos la luz, otras la volvíamos a ver, la volvíamos a perder, la volvíamos a ver, y por fin entramos en una inmensa avenida flanqueada de árboles y fuimos al galope hacia donde brillaba radiante aquella luz. Estaba en una ventana de una casa que parecía antigua, con tres picos en el tejado de la fachada y había un camino circular que llevaba al porche. Repicó una campana cuando nos acercamos y mientras todavía resonaban en el aire sus tonos profundos, y se oía en la distancia el ladrido de unos perros, salió un chorro de luz de la puerta abierta y en medio de los vapores de los caballos sudorosos y del latido acelerado de nuestros propios corazones nos apeamos en un estado considerable de confusión.

—Ada, cariño; Esther, querida mía, bienvenidas. ¡Cuánto me alegro de veros! ¡Richard, si en estos momentos tuviera una mano más sería para dártela a ti!

El caballero que decía aquellas palabras con voz clara, brillante y acogedora había pasado un brazo en torno a la cintura de Ada y el otro en torno a la mía, mientras nos besaba a ambas de modo paternal, y nos llevaba por el vestíbulo a una salita cálida y muy bien iluminada por el fuego que crepitaba en la chimenea. Allí nos volvió a besar y, abriendo los brazos, nos hizo sentarnos juntas en un sofá que había al lado de la chimenea. Me pareció que si hubiéramos sido algo expresivas nosotras se habría echado a correr al instante.

—¡Ahora, Rick, ya tengo una mano libre! —dijo— Una palabra dicha en serio vale tanto como todo un discurso. Celebro mucho veros. Estáis en vuestra casa. ¡Calentaos!

Richard le estrechó ambas manos con una mezcla intuitiva de respeto y franqueza, y se limitó a decir (aunque con un tono tan serio que me alarmó un tanto, tal era el temor que sentía yo de que el señor Jarndyce desapareciera de pronto):

—¡Es usted muy amable, señor Jarndyce! ¡Le estamos muy agradecidos! —antes de quitarse el sombrero y el capote y acercarse a la chimenea.

—Y ¿qué tal ha sido el viaje? ¿Qué te pareció la señora Jellyby, querida mía? —preguntó el señor Jarndyce a Ada.

Mientras Ada le iba dando su respuesta observé la cara de él (huelga decir con cuánto interés). Era una cara hermosa, animada, expresiva, llena de movimiento y de animación; el pelo lo tenía de un gris-acero plateado. Me pareció que debía estar más cerca de los sesenta que de los cincuenta, pero era un hombre erecto, sano y robusto. Desde el momento en que nos dirigió las primeras palabras su voz se había relacionado con algo que yo intuía mentalmente, pero que no podía definir; pero ahora, de repente, algo repentino de sus gestos, y una expresión agradable de su mirada me recordaron al caballero de la diligencia, hacía seis años, el día memorable de mi viaje a Reading. Estaba segura de que era él. Jamás me he sentido tan asustada en mi vida como al hacer aquel descubrimiento, pues sorprendió mi mirada y, como si me leyera el pensamiento, echó tal vistazo a la puerta que creí que se nos iba a ir.

Sin embargo, celebro decir que se quedó donde estaba, y me preguntó lo que opinaba yo de la señora Jellyby.

—Hace grandes esfuerzos por África, señor Jarndyce —dije.

—¡Y muy nobles! —replicó el señor Jarndyce—. Pero has dicho lo mismo que Ada (a quien yo no había oído)—. Ya veo que todos pensáis otra cosa.

—Nos pareció un poco —dije, mirando a Richard y a Ada, que me pedían con la mirada que hablara yo—, que quizá descuidaba un tanto su propia casa.

—¡K. O.! —exclamó el señor Jarndyce.

Volví a sentirme un tanto alarmada.

—¡Bueno! Quiero saber lo que piensas de verdad, querida mía. Es posible que os enviara allí adrede.

—Nos pareció que quizá —dije titubeante— sea mejor empezar con las obligaciones en casa propia, señor, y que quizá cuando se descuidan y olvidan ésas no sea posible poner otras en su lugar.

—Los niños Jellyby —dijo Richard, viniendo en mi auxilio— se hallan verdaderamente (y perdone usted si me expreso en términos un tanto fuertes) en malísimas condiciones.

—Tiene buenas intenciones —dijo el señor Jarndyce en seguida—. El viento sopla de Levante.

—Pues, con todo respeto, soplaba del norte cuando nos apeamos —observó Richard.

—Mi querido Rick —dijo Jarndyce atizando el fuego—. Estaría dispuesto a jurar que sopla de Levante o está a punto de soplar de allí. Siempre tengo conciencia de una sensación desagradable de vez en cuando, cuando sopla el viento de Levante.

—¿Tiene usted reúma, señor Jarndyce? —inquirió Richard.

—Supongo que es eso, Rick. Eso supongo. De manera que los niños de Jell… Ya tenía yo mis dudas…, están en mal… ¡Ay, Señor, sí, es de Levante! —exclamó el señor Jarndyce.

Mientras decía estas frases entrecortadas había dado dos o tres vueltas titubeantes con el atizador en una mano y se frotaba el pelo con la otra, con un aire bienhumorado de malestar, tan absurdo y amable al mismo tiempo que estoy segura de que estábamos más encantados con él de lo que hubiera sido posible expresar con palabras. Dio un brazo a Ada y el otro a mí, y haciendo un gesto a Richard para que tomase una vela, ya iniciaba el camino de salida cuando de pronto nos hizo dar la vuelta a todos.

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