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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Novela, #Histórico, #Aventuras

Caribes (15 page)

BOOK: Caribes
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—¿Mi esposo? —acertó al fin a inquirir la alemana al tiempo que se arrodillaba frente a él—. ¿Te refieres a mi esposo?

—¡El mismo, señora! El mismísimo capitán León de Luna. Estaba vendiendo huevos tal como me ordenasteis, cuando una solitaria carabela fondeó en la bahía.

Me aproximé a curiosear, y lo primero que vi sobre el castillo de popa fue al capitán en persona.

—¡Dios misericordioso! —exclamó la mujer nerviosamente—. Viene a cumplir su promesa de matarnos.

—¿A mí también? —se asustó el pobre muchacho abriendo los ojos de espanto—. Yo no he hecho nada.

—No. A ti no —replicó ella extendiendo la mano y acariciándole el rostro con afecto—. Ni siquiera sabe que existes. A
Cienfuegos
y a mí. ¿Estás seguro de que se trata de mi marido?

—Por mi desgracia, sí, señora —lloriqueó el asustado rapaz al que la camisa no debía llegarle al cuerpo—. Aún le recuerdo de cuando cruzó ante mi casa en busca de
Cienfuegos
, y hoy le vi tan cerca como de aquí al corral.

—¡No temáis! —se apresuró a intervenir Luis de Torres—. No permitiré que se os acerque. Por muy esposo vuestro que sea, no tiene derecho a acosaros. Hablaré con él.

La vizcondesa se puso en pie con gesto de profundo abatimiento, y ni siquiera hizo el menor esfuerzo por disimular que se sentía vencida. Negó una y otra vez con obstinación, y por último musitó apenas:

—No le conocéis. Si ha sido capaz de atravesar el océano, no se detendrá por mucho que digáis. Acabará conmigo, estoy segura, pero ahora lo único que importa es proteger a
Cienfuegos
. Tengo que conseguir que se convenza de que ha muerto.

—Acudiré a pedir justicia al virrey —aventuró el converso.

—El virrey os aborrece —le hizo notar la alemana—. Y no creo que dude a la hora de ponerse de parte de un noble español emparentado con el rey Fernando, en contra de una extranjera que persigue a su joven amante como una buscona de campamento.

—Tenéis buenos amigos.

—No quiero que se mezclen en esto.

—Pedidle ayuda al capitán Ojeda —intervino el cojo Bonifacio esperanzado—. Os aprecia, es un hombre generoso y justo, y el mejor espadachín del reino. En un santiamén le atravesará el corazón como quien pela un mango.

—Eso nunca. No quiero más violencia —sentenció su ama pasándole la mano afectuosamente por el ensortijado cabello—. Esto es algo que debe quedar entre León y yo. Me lo advirtió con toda claridad, y sabía a lo que me exponía cuando decidí emprender este viaje. —Se encogió de hombros con gesto fatalista—. Así estaba escrito y así será.

—Me niego a aceptarlo —replicó el ex intérprete real con gesto adusto—. Aún se pueden hacer muchas cosas.

Huir por ejemplo.

—¿Adónde? La isla no es muy grande, y ya que ha venido hasta aquí me seguirá dondequiera que me esconda —sonrió con tristeza—. Y si hay algo de lo que estoy convencida, es de que no quiero pasarme el resto de la vida huyendo.

El de Torres, que aparecía sentado en el suelo abrazado a sus rodillas en una curiosa posición que se diría que le ayudaba a pensar, alzó el rostro y la observó con extraña fijeza.

—Alguna forma habrá de obligarle a que desista de su empeño —masculló.

—Si la hay, no la conozco —fue la sincera respuesta—.

Lo único cierto es que juró que me arrancaría el corazón, y que ha venido dispuesto a cumplirlo.

—Yo se lo impediré —sentenció el converso.

—¿Cómo?

—Aún no lo sé, pero si no encuentro otra solución tened por seguro de que acabaré matándole.

El río, manso, oscuro, perezoso, discurría desganadamente por entre la tupida masa de altos árboles, abriéndose paso a través de jacintos y nenúfares con tan escasa fuerza, que nadie parecía capaz de concretar si iba o venía, subía o bajaba, se trataba en realidad de un río, o no constituía al fin y al cabo más que un largo brazo de la laguna que se hubiera adentrado en una brecha de la agobiante selva.

Hacía ya tres días que navegaban sin prisas buscando siempre la sombra de la orilla, dormitando en la arena de los playones durante las pesadas y calurosas horas del mediodía, y colgando sus hamacas entre dos ramas, directamente sobre el agua con la llegada de la noche.

Habían cambiado la diminuta piragua de sorprender caimanes por otra, mucho más ancha y cómoda, que el nativo solía utilizar para sus largos viajes a los poblados de la costa, y se alternaban a la hora de bogar sin esfuerzo, compensando los largos silencios en los que todo se iba en la contemplación del monótono paisaje, con amenas charlas en las que cada uno le hablaba al otro de su universo particular.

Ya eran amigos; y amigos con ese concepto férreo de la amistad que únicamente puede darse entre seres humanos que siendo muy distintos, tan sólo tienen en común el concepto de profunda soledad en que han visto transcurrir la mayor parte de su existencia, puesto que
Cienfuegos
se había hecho hombre sin más compañía que las cabras de sus riscos de La Gomera, y el diminuto Papepac llevaba camino de hacerse viejo sin tratar la mayor parte del año más que a los silenciosos caimanes del pantano.

El resultado era que ahora se sentían a gusto juntos, puesto que ambos parecían poseer un tacto especial que les permitía captar cuándo su compañero prefería mantenerse en silencio o agradecía la distracción de una palabra amable, ya que lograban entenderse con un simple intercambio de miradas, aprendiendo a confiar el uno en el otro hasta el punto de que el canario había conseguido librarse por un tiempo de la obsesionante tensión en que se había visto obligado a vivir últimamente.

Y es que de algún modo se sentía protegido por aquel enteco hombrecito de cara de ratón, cuya evidente carencia de fuerza física se veía compensada por una indomable voluntad, unos nervios de acero, y un profundísimo y sereno conocimiento del hábitat en que se desarrollaba su existencia.

No en vano el pelirrojo le había visto atrapar por el cuello a una víbora en el momento de lanzarse al ataque, aferrándola con unos dedos que se cerraban con la fuerza de tenazas, para permitir luego que el viscoso y escurridizo reptil se enroscase a su antebrazo, machacándole por último la cabeza de un seco mordisco. Y le había visto igualmente quedarse tan inmóvil como una estatua de sal, sin pestañear siquiera, a menos de tres metros de un leopardo que rugía mostrándole los dientes desde una alta rama, tan impasible como si la enorme fiera no le doblara en peso y tamaño, aguardando su ataque convencido de que sabría degollarla en él aire apenas iniciara su salto.

Se había ganado a pulso sin lugar a dudas sus dos sobrenombres de
Camaleón
y
Cazador
, y en la jungla se comportaba como señor indiscutible de las bestias, debido probablemente a que poseía unos reflejos excepcionales, que el español a menudo dudaba de que pudieran ser ciertos. Si se le caía un objeto lo alcanzaba en el aire antes de que tocara el suelo, y si un mono le lanzaba un zarpazo lo esquivaba con tanta naturalidad que se diría que lo veía venir a una velocidad diez veces más lenta de la real. De igual modo atrapaba los abejorros al vuelo, y tan sólo los más diminutos colibríes, con sus infernales cambios de rumbo conseguían, en ocasiones, escapar a su acoso.

Al cuarto día hizo su aparición el primer poblado, apenas algo más que un desperdigado conjunto de chozas alzadas sobre altos pilotes sobre las mismas aguas, y unidas entre sí por una serie de puentes o pasarelas que parecían siempre a punto de derrumbarse, pero que constituía, evidentemente, el único signo de vida humana que surgía ante sus ojos tras tantos meses de no ver más que árboles.

—¡Buena gente! —musitó el nativo sonriendo ampliamente—. Pacífica y sin miedo, porque hasta aquí no llegan los caribes. Mujeres cariñosas, ¡muy, muy cariñosas!

Esta noche tú y yo…

Completó la frase con un expresivo gesto que daba a entender groseramente sus intenciones, y como si ello le hubiera servido de acicate, aceleró por primera vez el ritmo de las paladas aproximando hábilmente la canoa al destartalado embarcadero de la mayor de las cabañas.

Cienfuegos
saltó a tierra, agradeció sentir bajo sus desnudos pies el firme entarimado hecho de ramas, y se encaminó decidido hacia la desvencijada choza de techo de palma, levemente extrañado por el hecho de no haber conseguido distinguir aún presencia humana alguna.

Percibió el resplandor quizás en el instante mismo en que un sexto sentido quiso ponerle sobre aviso del peligro, pero antes de que le dieran oportunidad de reaccionar, acusó el golpe, cayó hacia atrás lanzando un rugido de dolor, y no tuvo tiempo más que de advertir cómo Papepac se arrojaba de cabeza al agua, para perder el conocimiento sin llegar a comprender qué era lo que había sucedido.

Los que siguieron fueron días confusos en los que su mente, acosada por la fiebre y el delirio, no fue capaz de discernir qué estaba ocurriendo en torno suyo, y a qué se debía que se sintiera como atravesado por un hierro al rojo vivo, al tiempo que broncas voces agresivas tan sólo hacían referencia a sangre y muerte.

Cuando al fin —nunca supo cuánto tiempo más tarde— abrió los ojos plenamente consciente de que continuaba perteneciendo al mundo de los vivos, lo primero que advirtió fue que una maloliente masa humana se inclinaba sobre su rostro para examinarle con detenimiento y exclamar al fin con un ronco vozarrón que estalló como un petardo en su cabeza.

—¡Mira qué milagro, pues! Se despertó el durmiente.

—¿Quién eres? —musitó apenas con un esfuerzo inaudito.

—Patxi, Patxi Irigoyen.

—¿Estamos ya en Sevilla?

—¿Sevilla? —se asombró el otro, y luego gritó hacia fuera poniendo a prueba la fuerza de sus pulmones—: ¡Ehhh! ¡
Goliat
! ¡Vinuesa! ¡
Pichabrava
! El pájaro acaba de despertar y pregunta si estamos en Sevilla.

Al poco hicieron su aparición tres individuos armados hasta los dientes, que se agruparon en torno al herido que permanecía tumbado en una hamaca, y al que observaron con una mezcla de burla y desconfianza.

—¿Sevilla? —inquirió el que parecía llevar la voz cantante, un enano de no más de metro veinte que sé cubría la enorme cabeza con un alto yelmo emplumado que no bastaba en absoluto para disimular su condición—. ¿Te estás «quedando» con nosotros, espía de mierda?

—¿Espía? —se sorprendió el gomero—. ¿Qué quieres decir con eso? ¿Quiénes sois y dónde estamos?

Un dedo mugriento y gordezuelo sé aplastó contra el ojo derecho de
Cienfuegos
obligándole a lanzar un aullido.

—¡Calla, coño! —masculló el pigmeo—. Aquí las preguntas las hago yo. ¿Quién eres y dónde están los otros?

Cienfuegos
tardó en responder, puesto que el dolor había sido tan intenso que por unos instantes le había dejado realmente aturdido, pero haciendo un inaudito esfuerzo, inquirió procurando vencer su ira.

—¿Qué otros? ¿A quién te refieres?

—¿A quién va a ser, pedazo de cabrón? A los que venían contigo; a los esbirros del almirante.

—¡Ah! ¿Esos? —Hizo una corta pausa—. Murieron todos.

—¿Todos? —inquirió ahora un calvorota de cabeza apepinada al que le faltaban tres dientes—. ¿Dónde?

—En el «Fuerte».

—¿En «Santo Tomás»? —exclamó alborozado el liliputiense—. ¿Los salvajes consiguieron arrasar al fin «Santo Tomás»? —Se volvió a sus compinches con gesto triunfante—. ¡Ya os decía yo que había que largarse de allí cuanto antes…!

Pero el llamado Patxi Irigoyen, que se había limitado a estudiar la situación sentado sobre una tosca mesa sin dejar de chupetear un palillo, negó con un gesto.

—¡Está mintiendo! «Santo Tomás» no ha sido destruido.

—No conozco «Santo Tomás» —admitió el gomero consciente de que le convenía decir la verdad si pretendía continuar con vida—. Me refiero al «Fuerte de La Natividad».

—¡Si serás hijo de puta! —exclamó furibundo el enano amenazándole con el dedo el otro ojo—. ¡De mí no se ha reído nunca nadie que aún siga vivo! Te voy a sacar la piel a tiras como no me digas en el acto cuántos hombres venían contigo y dónde están.

Cienfuegos
recorrió uno por uno aquellos rostros patibularios, llegó a la conclusión de que se encontraba frente a cuatro canallas que no vacilarían a la hora de cumplir sus promesas, y por último, encogiéndose de hombros con un gesto que le obligó a morderse los labios puesto que tenía toda la parte izquierda del cuerpo terriblemente dolorida, replicó con estudiada calma:

—Estoy diciendo la verdad. Me quedé con treinta y ocho tripulantes de la
Santa María
en el «Fuerte de La Natividad», pero nos atacaron y murieron todos excepto el viejo
Virutas
y yo. Desde entonces he andado vagando por islas de caníbales y selvas de caimanes hasta llegar aquí.

—¡Anda la puta!

—¡La madre que me parió!

—¡Un desertor de «La Natividad»!

Se diría que tan prodigioso descubrimiento cambiaba radicalmente la actitud de los cuatro facinerosos que se observaron agitando la cabeza como si les costara dar crédito a lo que habían oído, y que al fin se volvieron a contemplar a
Cienfuegos
no sin una cierta admiración.

—Te juro que si estás mintiendo, tendrás la peor muerte que haya tenido nadie nunca, pero si en verdad escapaste de aquella masacre y no eres un espía del virrey, la cosa cambia. —Señaló el enano—. Yo soy David Sanlúcar, pero todos me llaman
Goliat
, y éstos son Beltrán Vinuesa, Patxi Irigoyen y Pedro Barba, más conocido por
Pichabrava
. Cuéntanos qué fue lo Que ocurrió en el «Fuerte», y cómo es que únicamente tú conseguiste salvar el pescuezo.

La experiencia en el trato de hombres como el rijoso
Caragato
y su pandilla de eternos descontentos, había enseñado al joven gomero la forma de actuar en presencia de individuos de semejante calaña, por lo que se cuidó de dar al relato de su estancia en Haití y su huida del «Fuerte de La Natividad» determinados matices que hicieran creer al pigmeo y sus compinches que compartía en cierto modo su forma de comportarse.

No hacía falta ser muy listo para comprender que quienes recibían a tiros a un compatriota sin tan siquiera hacer preguntas, y se mostraban además claramente dispuestos a saltarle un ojo o despellejarle vivo con tal de obligarle a confesar dónde se encontraba el resto de las tropas que venían en su busca, no podían ser más que una cuadrilla de forajidos escapados de algún extraño lugar que él ignoraba, pero que muy pronto se apresuraron a confesarle.

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