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Authors: Marvin Harris

Tags: #Ciencia

Caníbales y reyes (21 page)

BOOK: Caníbales y reyes
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Los levitas, que configuraban una casta sacerdotal semejante a la de los druidas, tenían el monopolio de la matanza de animales destinados a la alimentación. La carne tenía que pasar por sus manos… literalmente, puesto que supervisaban o ponían realmente en práctica la matanza de los animales y la redistribución de la carne animal, devolviendo la mayor parte al propietario y sus invitados mientras retenían bocados selectos para ellos mismos y para Jehová.

En su importante obra Religion of the Semites, W. Robertson Smith ha demostrado hace mucho tiempo que en el viejo Israel toda matanza de animales era un sacrificio: «El pueblo nunca podía comer carne de vaca o de cordero, salvo como acto religioso». Los antropólogos que han estudiado a los pueblos pastores modernos del este de África han visto la misma situación desde una perspectiva ligeramente distinta. En general, los pastores del este de África no viven de la carne de sus rebaños, sino de la leche y la sangre. Como ocurre entre los pakot estudiados por Harold Schneider, a los animales de rebaño sólo se les puede matar en «ocasiones rituales y ceremoniales». Sin embargo, la cantidad de animales sacrificados en cada una de estas «ocasiones», y el número de ellas, están reguladas por la disponibilidad de animales. Algo tan costoso como un buey es demasiado valioso para que no forme parte de algún ceremonial. Los norteamericanos que cocinan filetes para los invitados de honor tienen mucho en común con los pakot y con los pueblos amantes de la vaca del mundo antiguo. (A propósito, la palabra «barbacoa» tiene una historia interesante. Proviene de la palabra carib barbricot. Los carib —de ahí la palabra «caníbal»— utilizaban la barbricot, una parrilla hecha con ramas verdes, para preparar sus festines caníbales).

No cabe duda de que en un momento dado los israelitas sacrificaban animales principalmente para comerlos durante los festines redistributivos patrocinados por los caciques y jefes «grandes proveedores». «La pródiga generosidad» era tan importante para los israelitas antiguos como para los teutones:

En época tan temprana como la de Samuel, encontramos festines religiosos de clanes o poblaciones… La ley del festín era la pródiga generosidad; ningún sacrificio era total sin invitados; las porciones eran libremente distribuidas entre ricos y pobres, dentro del círculo de los conocidos.

En tiempo de Cristo, el monopolio de la matanza por parte de los levitas había adquirido un valor monetario. Los fieles llevaban sus animales a los sacerdotes del templo, que cortaban cuellos a tanto por cabeza. Los peregrinos de Pascua recorrían grandes distancias hasta el templo de Jerusalén a fin de que mataran sus corderos. Los famosos mercaderes del templo cuyas mesas Jesús hizo rodar por los suelos, aseguraban el pago en moneda del reino. El rabinado judío renunció a la práctica de sacrificios animales en el 72 de nuestra era, después de la caída de Jerusalén, pero no totalmente, pues incluso hoy los judíos ortodoxos insisten en que los animales sean sacrificados mediante un corte en el cuello bajo la supervisión de especialistas religiosos.

Dado que la crucifixión de Jesús tuvo tugar en relación con la celebración de la Pascua, su muerte fue fácilmente asimilada a las imágenes y el simbolismo tanto del sacrificio animal como humano. Juan Bautista se refirió al Mesías que venía llamándolo «Cordero del Señor». Mientras tanto, los cristianos mantuvieron rasgos de las funciones redistributivas originales del sacrificio animal en el rito llamado «comunión». Jesús partió el pan y sirvió el vino pascuales y los distribuyó entre los discípulos, «Este es mi cuerpo», dijo del pan. «Y esta es mi sangre», dijo del vino. Durante el sacramento católico romano de la eucaristía, estas actividades redistributivas se repiten como ritual. El sacerdote come el pan en forma de oblea y bebe el vino mientras miembros de la congregación ordinariamente sólo comen la oblea. Apropiadamente, esta oblea se denomina la «hostia», palabra que deriva del vocablo latino hostis, que significa «sacrificio».

Protestantes y católicos han derramado mucha sangre y tinta con respecto a la cuestión de si el vino y la oblea se «transustancian» realmente en la sustancia corpórea de la sangre y el cuerpo de Cristo. Pero, hasta ahora, tanto teólogos como historiadores no han visto el verdadero sentido evolutivo de la «misa» cristiana. Al espiritualizar la ingestión del cordero pascual y reducir su sustancia a una oblea nutritivamente sin valor, el cristianismo se liberó hace mucho tiempo de la responsabilidad de ocuparse de que aquellos que asistían al festín no volvieran a su casa con el estómago vacío. Transcurrió algún tiempo antes de que esto ocurriera. Durante los dos primeros siglos del cristianismo, los comulgantes mancomunaban sus recursos y celebraban realmente una comida comunal conocida como ágape o festín de amor. Después de que el cristianismo se convirtiera en la religión oficial del Imperio Romano, la Iglesia descubrió que se la utilizaba como comedor de beneficencia y en el Consejo de Laodisea, celebrado en el 363 de nuestra era, se prohibió la celebración de festines de amor en los recintos de la iglesia. La cuestión que realmente merece destacarse es que el valor nutritivo de la comunión es virtualmente nulo, haya o no transustanciación. Los antropólogos del siglo XIX vieron en la línea de desarrollo que conducía del sacrificio humano al sacrificio animal y a la oblea y el vino de la eucaristía, una reivindicación de la doctrina del progreso moral y la ilustración. Antes de felicitar al cristianismo por su trascendencia del sacrificio animal, debemos reparar en que las provisiones de proteínas también eran trascendidas por una población en rápida expansión. En realidad, el significado del final del sacrificio animal fue el final de los festines redistributivos eclesiásticos.

El cristianismo sólo fue una de las diversas religiones que optaron por la generosidad después de la muerte cuando la generosidad en vida dejó de ser útil o necesaria. No creo que quite valor a los actos de misericordia y benevolencia cumplidos en nombre de estas religiones, afirmar que para los gobernantes de la India, el Islam y Roma era muy conveniente humillarse ante los dioses para los cuales el cielo era más importante que la tierra y una vida anterior o futura más importante que ésta. A medida que los sistemas imperiales del Viejo Mundo crecían más y más, consumían y agotaban los recursos a escala continental. Cuando el globo se cubrió de decenas de millones de esclavos harapientos y sudorosos, los «grandes proveedores» fueron incapaces de actuar con la «pródiga generosidad» de los jefes bárbaros de antaño. Bajo la influencia del cristianismo, el budismo y el islamismo se convirtieron en «grandes creyentes» y erigieron catedrales, mezquitas y templos en los que no se servía nada de comer.

Pero retomemos a la época en la que todavía había animales suficientes para que la carne pudiera formar parte, ocasionalmente, de la dieta de todos. Los persas, los brahmanes védicos, los chinos y los japoneses sacrificaron ritualmente, en un momento u otro, animales domésticos. En realidad, resultaría difícil encontrar una sola sociedad de una franja que atraviesa Eurasia y África del norte en la que el sacrificio de animales domésticos no formara parte de los cultos sustentados por el estado. Toda la gama de especies herbívoras y rumiantes se criaba con el propósito de practicar estos sacrificios redistributivos, aunque algunas regiones mostraban preferencias dictadas por consideraciones ecológicas especiales. Por ejemplo, África del norte y Arabia se destacaban por el sacrificio de camellos; los pastores del centro de Asia sacrificaban caballos; los toros recibían una atención especial en toda la zona mediterránea. Mientras tanto, a través de la misma y ancha franja que se extiende desde España hasta Japón, el canibalismo, cuando se practicaba, generalmente se hacía a una escala muy pequeña. Las religiones estatales de Eurasia prohibían la ingestión de carne humana y, a pesar de que esta prohibición no bastaba para evitar estallidos esporádicos de canibalismo en tiempos de hambre provocados por los sitios o por el fracaso de las cosechas, estos lapsos no tenían nada que ver con el estado eclesiástico y generalmente eran desalentados, más que promovidos, por las clases gobernantes.

Casi todo lo que he dicho hasta ahora ha sido analizado anteriormente por otros autores. Estoy seguro de que no soy el primero en descubrir la relación entre la escasez de ganado doméstico en Mesoamérica y la peculiar intensidad del culto del sacrificio humano entre los aztecas. Pero sólo cuando Michael Harner relacionó la escala del sacrificio humano entre los aztecas con el agotamiento de los recursos proteínicos pudo formularse una teoría científica de las trayectorias divergentes de las relaciones estatales primitivas del Viejo y el Nuevo Mundo. Otros habían afirmado anteriormente que fue la falta de animales «adecuados» para el sacrificio lo que llevó a los mesoamericanos a iniciar su horrible carrera. Según se afirma, el Viejo Mundo poseía una provisión de animales cuya conducta era «adecuada» para los ritos de sacrificio. En consecuencia, no era necesario utilizar prisioneros de guerra para estos propósitos y el sacrificio animal reemplazó al sacrificio humano. Reay Tannahill, para nombrar a una partidaria reciente de esta opinión, afirma correctamente que el caballo americano nativo había desaparecido, que el caribú y el bisonte sólo se encontraban en el norte, más allá de México, y que los demás animales de caza eran escasos. Con respecto al motivo por el cual el perro y el pavo —«el único ganado doméstico»— no eran utilizados en vez de personas, ella responde: «Eran demasiado despreciables para considerarlos dignos de los dioses».

Considero que este tipo de explicación es tan defectuosa como la que daban los mismos aztecas para comer a sus prisioneros de guerra. Lo que la gente piensa o imagina que es despreciable para los dioses no puede aceptarse como explicación de sus creencias y prácticas religiosas. Hacerlo implica basar la explicación de toda la vida social fundamentalmente en lo que la gente piensa o imagina arbitrariamente, estrategia condenada a anular toda investigación inteligente porque siempre se reducirá a un lema inútil: la gente piensa o imagina lo que piensa o imagina. ¿Por qué perros y pavos serían considerados inadecuados para la majestad de los apetitos sobrenaturales? A los miembros de algunas culturas les resulta fácil imaginar que los dioses se alimentan de ambrosía o de nada. Seguramente el pueblo que fue capaz de imaginar cómo era el rostro de Tlaloc era capaz de imaginar que sus dioses eran apasionadamente aficionados a los menudillos de pavo y los corazones de perro. Fueron los aztecas, y no sus dioses, los que consideraron que no valía la pena arrancar los corazones palpitantes de pavos y perros. Y el motivo por el cual opinaban así nada tenía que ver con la dignidad inherente a perros, pavos o, si se prefiere, patos domésticos. Más bien estaba en relación con los costos para obtener grandes cantidades de carne de estas especies. El problema con los perros como fuente de carne no consiste en que sean despreciables sino que prosperan más cuando se alimentan de carne. Y el problema con los pavos y otras aves consiste en que prosperan más cuando se alimentan con cereales. En ambos casos, es enormemente más eficaz comer la carne o el cereal directamente que hacerlo pasar a través de otro eslabón de la cadena alimentaria. Por otro lado, la gran ventaja de las especies domésticas del Viejo Mundo reside en que son herbívoros y rumiantes y en que prosperan más cuando se alimentan de hierbas, rastrojos, hojas y otros elementos vegetales que los seres humanos no pueden digerir. Debido a las extinciones del pleistoceno, los aztecas carecían de estas especies. Y fue esta carencia, sumada a los costos suplementarios que implica utilizar carnívoros y aves como fuentes de proteínas animales, la que inclinó la balanza a favor del canibalismo. Desde luego, la carne obtenida de los prisioneros de guerra también es costosa, resulta muy caro capturar hombres armados. Pero si una sociedad carece de otras fuentes de proteínas animales, quizá los beneficios del canibalismo superen estos costos. Por otro lado, si una sociedad ya cuenta con caballos, carneros, cabras, camellos, bueyes y cerdos para comer, los costos del canibalismo pueden superar sus beneficios.

Sin duda alguna, mi relato sería más estimulante si pudiera dejar de lado este enfoque de la relación entre costos y beneficios del canibalismo y retornar a la vieja teoría del progreso moral. La mayoría de nosotros preferiríamos creer que los aztecas siguieron siendo caníbales simplemente porque su moral estaba fijada a los impulsos primitivos en tanto los estados del Viejo Mundo convirtieron en tabú la carne humana porque su moral se había elevado según el gran movimiento continuo y ascendente de la civilización. Pero sospecho que esta preferencia surge de errores provincianos, si no hipócritas. Ni la prohibición del canibalismo ni la declinación de la práctica de sacrificios humanos en el Viejo Mundo ejercieron la menor influencia en la tasa según la cual los estados e imperios del Viejo Mundo mataban a los ciudadanos de sus rivales. Como todos saben, la escala de la guerra ha aumentado constantemente desde los tiempos prehistóricos hasta el presente y el mayor número de bajas debidas a los conflictos armados ha sido producido precisamente por esos estados en los que el cristianismo era la religión principal. Los montones de cadáveres que se pudrían en el campo de batalla no están menos muertos que los cadáveres desmembrados para un festín. Actualmente, al borde de la tercera guerra mundial, apenas estamos en una posición desde la cual podamos despreciar a los aztecas. En nuestra era nuclear, el mundo sólo sobrevive porque cada bando está convencido de que los niveles morales del otro son lo bastante bajos para sancionar la aniquilación de cientos de millones de personas en venganza ante un primer golpe. Gracias a la radiactividad, los supervivientes ni siquiera podrán enterrar a los muertos, para no hablar de comérselos.

Distingo dos modos de sumar los costos y beneficios del canibalismo en las primeras fases de la formación estatal.

En primer lugar, aparece el empleo de soldados enemigos como productores de alimentos en lugar de usarlos como alimento. En su análisis de la evolución del estado en la Mesopotamia, Ignace Gelb afirma que al principio se mataba a los hombres en el campo de batalla o en los ritos de sacrificio, en tanto sólo las mujeres y los niños cautivos eran asimilados a la fuerza de trabajo. Esto demuestra que era «relativamente fácil ejercer el control sobre las mujeres y los niños extranjeros» y que «el aparato estatal todavía no era lo bastante fuerte para controlar las masas de cautivos varones rebeldes». Pero a medida que el poder del aparato estatal aumentaba, los prisioneros de guerra del sexo masculino eran «señalados o marcados con hierro, atados con cuerdas o mantenidos en cepos de cuello» y, más tarde, «liberados y restablecidos o utilizados para propósitos especializados de la corona como guardia personal del rey, como mercenarios o como fuerza móvil».

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