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Authors: Carl Bowen

Tags: #Fantástico

Caminantes Silenciosos (6 page)

BOOK: Caminantes Silenciosos
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—Soy una profesional. Cuando me parece que voy a necesitar ayuda, la pido, aunque resultara más sencillo evitar las complicaciones. Eso es lo que se hace cuando algo te importa.

Mephi agachó los hombros, y la cabeza.

—Ve y duerme un poco. Prepárate para partir mañana.

—Estaré listo.

—Bien. Venga, está entrando el frío.

Mephi asintió y salió de espaldas, sin mediar más palabra. Cerró la puerta. Cuando hubo dejado de ver a Melinda, asumió de nuevo su forma de Glabro y regresó al cementerio de la Colina de las Lamentaciones. Los muertos le harían compañía hasta que tuviese que volver a enfrentarse a los fantasmas del pasado.

Capítulo seis

Esa noche, en sueños, Mephi traspasó la osificada Celosía para aterrizar de pies y manos en el suelo del bosque. Los hilachos de gasa prendidos de su ropa, su piel y su cabello se desvanecieron al instante al contacto con el frío aire nocturno, proyectando hacia el cielo volutas blanco azuladas semejantes a las llamas de una ara. Las hebras le calaron los huesos de frío, y se estremeció para asegurarse de que todas ellas se desprendían de su cuerpo. Paseó la mirada por el calvero anochecido para comprobar que había regresado al mundo físico, en vez de volver a la Penumbra. Cuando se hubo convencido, se incorporó.

—Menudo paseo —dijo, dirigiéndose a todos y a nadie—. Otro viajecito como ése y tendré que plantearme comenzar a dormir en hoteles de ahora en adelante.

Se volvió hacia el cadáver del conejo que estaba a punto de convertirse en su cena y añadió:

—En cualquier caso, para mí se acabaron las hamacas. Que sepas que te echo a ti la culpa de esos desagradables vaivenes.

Mephi hizo una mueca y comenzó a desollar al conejo con su navaja. Cuando hubo terminado, se agenció un puñado de sólidos palos y los dispuso a modo de espetón improvisado encima del fuego que acababa de encender. Mientras trabajaba, mantenía los oídos atentos por si escuchaba a algún espíritu. Había liberado al espíritu del conejo con un rápido agradecimiento por su sacrificio, pero no era ése el que le preocupaba. Se había quedado atascado al cruzar de regreso al plano físico desde el espiritual, y ese tipo de situaciones siempre atraía a otros espíritus. Mientras avivaba las llamas y comenzaba a girar el conejo por encima de la hoguera, aumentaba su tensión. Cada vez que se quedaba atascado en la Celosía, tenía que vérselas con un espíritu de algún tipo. No era cuestión de si viese algo, sino de…

—¿Cuándo? —preguntó en voz alta—. Dime, conejo. No es que haya visto a nadie por aquí, pero seguro que tú sí te cruzaste con alguien antes de que te despachara. No seas tímido, a mí me lo puedes contar.

—Dios santo —musitó una voz débil y atiplada, detrás de él—. Dios santo…

Mephi se incorporó de un salto y giró en redondo. Vio a un hombre agachado, con los brazos estirados hacia el suelo. El hombre estaba completamente calvo, pero una pátina de barba se enfrentaba a varias docenas de muescas por el control de su mejilla, otorgándole a su rostro un aspecto insalubre. Se cubría con unas arrugadas ropas de excursionista y calzaba unas agrietadas botas de cuero. Tenía los puños apretados, separados como si estuviese tensando un cordón o un trozo de tela invisibles. Los ojos del hombre gatearon por el suelo hasta llegar a los pies de Mephi, desde donde treparon hasta que ambas miradas se encontraron. No se detuvo allí, no obstante, sino que siguió alzando la vista hasta fijarla en un punto a un metro por encima de la cabeza de Mephi. Cuando el hombre hubo dejado de moverse, Mephi pudo ver a través de cuatro surcos profundos que le cruzaban la garganta. Si el hombre seguía levantando la cabeza, iba a golpearse la coronilla entre los omoplatos. Mephi reconoció la forma de la herida casi al instante.

—Tranquilo —dijo Mephi, levantando las manos con las palmas hacia fuera—. No pasa…

—Jesús bendito. —El hombre seguía sin prestar atención a Mephi. Abrió los puños de golpe, y extendió los brazos hacia delante—. ¡Lo siento, lo siento, lo siento!

—Tranquilízate, vamos. —Mephi dio un paso adelante—. Yo no soy el que te hizo eso. Nadie va a…

Sin que pareciera siquiera que pudiese ver a Mephi, el hombre cerró los ojos y volvió la cabeza.

—Dios santo, lo siento… —Cuando hubo pronunciado aquellas palabras, echó la cabeza hacia atrás de golpe, convirtiendo las cuatro heridas de su garganta en líneas rectas. Se enderezó como si una fuerza invisible lo hubiera levantado por los aires. Permaneció allí colgado, retorciéndose igual que un róbalo sacado del agua por la caña de un pescador, hasta que la fuerza invisible que lo mantenía en suspensión lo arrojó contra el suelo. Aterrizó convertido en una maraña de apéndices inertes y comenzó a perder consistencia. Antes de desaparecer, consiguió boquear:— Lo siento…

—Yo también lo siento por ti —musitó Mephi—. Me parece que te metiste con quien…

El sonido de algo que se acercaba detuvo en seco su reflexión. Mephi se giró para ver cómo su muerte cargaba contra él a través del monte bajo igual que un tren de mercancías. Le dio tiempo a distinguir un pelaje negro y unos ojos rojos que se le echaban encima precedidos por un vendaval de garras goteantes, antes de rodar a un lado para salirse de su camino. Un aullido desgarrador hendió la relativa tranquilidad del calvero al tiempo que un torbellino ennegrecido de colmillos, garras y harapos al viento pasara por encima de él como una exhalación, para sumergirse de cabeza en el manto de hojas y raíces del suelo.

Mephi se puso en pie de un salto, al tiempo que adoptaba su forma de Crinos. Dejó que una oleada de ímpetu guerrero y su instinto de supervivencia lo impulsaran hacia delante y saltó sobre el ser que había estado a punto de destriparlo. Aterrizó de rodillas sobre su espalda y se agachó para sujetarle los codos con las manos. Aquella posición le confería la ventaja del apoyo, y su experiencia le proporcionaba la superioridad táctica. La bestia del suelo, el hombre lobo, estaba fuera de sí, bien fuese a causa del dolor, la rabia o el terror. No advertía la presencia de Mephi más que el fantasma del hombre al que, sin duda, había asesinado.

No se podía combatir con un hombre lobo en ese estado, Mephi lo sabía, pero si conseguía inmovilizarlo y retener la ventaja, podía evitar que el ser se metiera en más problemas de los que ya tenía. Al menos, eso era lo que suponía Mephi. Era la primera vez que se enfrentaba a otro hombre lobo en un mano a mano, y menos a uno que fuese presa del frenesí.

Por suerte, la teoría aventurada por Mephi demostró ser cierta a corto plazo. Mientras sujetaba al frenético hombre lobo debajo de él, sus denuedos amainaron y, por fin, comenzó a encogerse. No tardó en pasar de ser un aullador hombre lobo enloquecido a convertirse en una muchacha de unos quince años de edad con las mejillas surcadas de lágrimas. Tras sofocar su propia ansiedad, Mephi se acuclilló junto a la joven y la sujetó tras recuperar su forma homínida. Lo que quedaba de las ropas de la muchacha colgaba de su cintura y sus hombros. Tenía los brazos bañados en sangre hasta los codos. Sangre que no parecía suya.

—Tranquila —dijo Mephi. Dejó que la joven rodara hasta quedar tendida de espaldas, pero no la soltó. Vio cómo tenía los ojos en blanco y seguía intentando zafarse para escabullirse a saber dónde—. No pasa nada.

A modo de respuesta, la muchacha dio un brinco e intentó morderle en la mejilla. Mephi se apartó de un salto. La joven se escabulló a rastras. Cuando Mephi quiso darse cuenta, la muchacha se había acuclillado sobre los dedos de los pies y mantenía el equilibrio ayudada por los de las manos. Una cuerda de nilón pendía rota de su tobillo izquierdo. La bruma escarlata comenzaba a escampar en sus ojos, pero la única luz que los alumbraba era la del terror. Mephi se puso de pie y le ofreció las manos, con los dedos extendidos. La joven se limitó a inhalar bocanadas entrecortadas entre dientes y a mirarlo con los ojos desorbitados.

—Tranquilízate, venga —dijo Mephi, con voz profunda y cabal. Dobló la rodilla para dar un paso, y la muchacha retrocedió como si acabase de tocar un cable de alta tensión—. Yo no soy el que te ha hecho eso.

—Dios santo —dijo una voz atenuada, detrás de él.

Sin pensar, Mephi se giró en redondo para ver la misma aparición calva, medio agazapada y con el mismo aspecto pávido de temor. Mephi volvió a girarse a tiempo de ver cómo la joven huía a la carrera. Cuando el fantasma comenzó a repetir sus últimos movimientos de nuevo, Mephi emprendió la persecución, breve y desigual. La chica, aterrorizada, hacía tanto ruido como tres personas mientras surcaba las tinieblas y tropezaba con todas las ramas, piedras y hoyos ocultos del suelo del bosque. Mephi, más acostumbrado a viajar de noche por terrenos abruptos, cogió a la muchacha antes de que ésta pudiera partirse el cuello contra una rama baja o barriera algún terraplén con las posaderas. La envolvió con sus brazos nervudos y la levantó en volandas. La joven forcejeó y pataleó, pero Mephi prefirió dejarse caer al suelo con ella antes que volver a soltarla. La sujetó hasta que se hubo extenuado, y más, hasta que el agotamiento hubo aplomado sus articulaciones. Cuando se hubo quedado quieta, la levantó y le echó su guardapolvo nuevo por encima. La joven se arrebujó contra su pecho igual que un bebé mientras la ayudaba a incorporarse.

—Nadie va a hacerte daño —le susurró mientras la llevaba de vuelta a su campamento—. Ya no. No tienes por qué tener miedo.

Cuando hubo regresado a su pisoteado espetón y a su cena de conejo rebozado en tierra, depositó a la muchacha a la luz de la luna creciente y se sentó junto a ella. Observó que le había roto el fornido cayado de madera de roble durante su previo asalto en forma de Crinos.

—Mira lo que has hecho, niña —susurró, al tiempo que le apartaba un largo mechón jaspeado de la frente—. Acabo de darme cuenta. Me parece que vamos a tener que saldar cuentas más tarde. Por ahora, duerme, pareces molida. Y desorientada. Muy desorientada.

La joven se agitó en su sueño intermitente y se acercó a Mephi. Éste la envolvió aún más en su abrigo y le atusó el cabello con los dedos para recogérselo detrás de una oreja. La muchacha estiró el cuello y abrió sus ojos legañosos, sin ver.

—No te preocupes, cachorra —murmuró Mephi, cerrándole los párpados con un roce de las yemas de sus dedos—. Estaré aquí cuando despiertes. Yo te ayudaré a pasar por esto. Por ahora, descansa. Cierra los ojos y sueña con tu hogar.

Mephi se despertó desorientado sobre el suelo frío y pedregoso, delante del cementerio. Levantó la cabeza de sus patas delanteras y miró a la derecha, esperando ver a Melinda allí tendida, acurrucada junto a él para calentarse. Sólo la cabeza de cobra de su cayado le devolvió la mirada. Las sombras alargadas ganduleaban a su alrededor. La decepción brotó cogida de la mano de la percepción del presente. Exhaló un suspiro por la nariz. Se levantó, se desperezó al máximo, como si estuviera orando ante las tumbas de los héroes sagrados, y volvió a asentarse sobre sus posaderas.

Cuando el hambre rugió en sus tripas, Mephi se relamió los belfos y se estiró hasta recuperar su forma de Homínido. La ausencia de pelaje y la mayor superficie de su apariencia humana no contribuían a combatir el frío, por lo que no tardó en asumir la forma de Glabro. Aquello estaba algo mejor, aunque no lo suficiente para sentirse cómodo por completo. Acababa de despuntar el alba, a juzgar por la dirección y la longitud de su sombra; puede que el día se caldeara en cuanto el sol ascendiera hasta su cénit. Lo esperaba con fervor.

—Pensaba que los Caminantes eran inmunes a las inclemencias del tiempo —comentó una voz rica en matices, en el preciso instante en que Mephi se percataba del sonido de las pisadas a su espalda—. Creía que era algo propio del territorio.

Mephi se volvió para observar la familiar figura del Guardián de la manada, Brand Garmson, aproximándose a él. El enorme Carnada de Fenris se detuvo cerca de Mephi y miró por encima de él, hacia el cementerio.

—¿Qué territorio?

El Fenris frunció el ceño por un momento, antes de responder.

—Ya… Se me olvidaba que vosotros no tenéis hogar.

Mephi reprimió un gruñido y se recordó que sólo era un huésped allí, así como el hecho de que ese Guardián de la manada probablemente podría pulir hasta la última piedra del poblado con él, antes de enviarlo al siguiente protectorado de una patada. No hacía daño guardar las formas de vez en cuando.

—Puedes adaptarte a este frío, Caminante —insistió el Guardián, aún sin mirar a Mephi—. ¿Por qué no lo haces?

—Es un regalo de la piadosa Gaia —repuso Mephi, procurando que no le castañetearan los dientes—. Prefiero no hacerlo hasta estar de servicio. Si no, me parecería un desperdicio. Ya sabes. No se aplasta a una mosca con una piedra. Además, tampoco hace tanto frío.

Garmson soltó un bufido risueño, antes de apoyar sus puños carnosos en las caderas. Le dedicó una fugaz mirada de soslayo a Mephi, antes de volver a fijarse en el campo santo. Sus alientos se tornaban bruma, se entremezclaban y se alejaban flotando a lomos de la brisa. Mientras los blancos penachos desaparecían, Mephi se preguntó si estarían cruzando la Celosía para adentrarse en la Umbra Oscura y atormentar a los muertos.

—Los guardas jóvenes dicen que has pasado aquí toda la noche —continuó Garmson, tras una breve pausa—. Antes y después de que la
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enviara a buscarte.

—Así es.

—¿Qué haces aquí todavía?

—Trabajo de campo. Y dormir un poco. No está abarrotado de desconocidos.

—Cualquier lugar al que vayas estará lleno de desconocidos —dijo Garmson, sin asomo de burla ni conmiseración en su voz. Para él, era una verdad constatada.

—Ya —dijo Mephi. Para él también lo era.

—¿Ya has terminado con tu «trabajo de campo» y tu siesta?

—Aja —contestó Mephi. Sus mandíbulas crujieron en torno a un largo bostezo—. Además, ya es hora de saludar al sol.

—Eso pensaba yo. Llevas haciendo lo mismo desde que llegaste. Quizá hoy sea el último día que tengas esa oportunidad.

Aquel comentario desconcertó a Mephi, hasta que se imaginó las palabras que Garmson había omitido. Aunque el Saludo al Sol era un sencillo ritual de alabanza a Helios (o a Ra, como prefería denominarlo él), Mephi procuraba no pasarlo por alto ningún día. Aunque no fuese por otra cosa, mantenía sus cuerdas vocales en plena forma, pero también constituía una rutina reconfortante. Un ancla cuando se perdía todo lo demás. Al parecer, Garmson se había percatado de ello y no había querido que Mephi se perdiera el amanecer del que sería su último día en el clan de la Forja del Klaive.

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