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Authors: Manuel Mujica Lainez

Tags: #Relato, Histórico

Bomarzo (2 page)

BOOK: Bomarzo
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Dos siglos antes se había buscado una armonía similar sin conseguirla, cuando Napoleón Orsini y Stefano Colonna jóvenes y ardientes, participaron en la iglesia de Santa Maria in Aracoeli del extraño rito en el curso del cual veintiocho señores prepararon para ellos, en medio de la nave, un baño sembrado de pétalos de rosas y dos perfumados lechos en los que los nuevos caballeros descansaron la noche entera, para, a la mañana siguiente, iniciar las fiestas y torneos con los que el pueblo creyó que la paz se había establecido entre sus jefes iracundos. La esperanza duró poco entonces, pero ahora sí, aparentemente, se había alcanzado la ansiada concordia, y ello acontecía en momentos en que yo llegaba al mundo, en Roma —y por eso el poeta Betussi cantó más tarde con lírica exageración cortesana, dándole bastante gusto a mi hambrienta vanidad, que el Tíber podía jactarse de que yo hubiera nacido en la proximidad de sus riberas—, cerca de la iglesia de Santa Maria in Traspontina donde me bautizaron.

Quedaba ese templo a pocos pasos de nuestro palacio, un palacio oscuro, triste, con salas como mazmorras, tendidas de tapices sombríos en los que apenas se adivinaban las figuras hieráticas, y que no existe ya, pues en 1528, cuando Roma fue saqueada por los españoles y muchas familias preclaras la abandonaron, refugiándose en sus villas y castillos (parte de los Orsini se radicó a la sazón en Viterbo), los míos se establecieron en Bomarzo. Bomarzo ha sido siempre mi casa. No reconozco otra. Por lo demás, el barrio apeñuscado entre el Castel Sant’Angelo y el Vaticano donde nuestro palacio se alzaba, fue pronto uno de los más pobres y deshabitados de Roma. Nuestra morada —a diferencia del Palacio Torlonia que perteneció a León X, y del de los caballeros del Santo Sepulcro, propiedad del cardenal della Rovere, que permanecen todavía en la vecindad— se transformó con el andar del tiempo y perdió toda traza de grandeza, hasta que sus últimos restos anónimos desaparecieron en 1937, al ordenar Benito Mussolini la apertura de la Via della Conciliazione que da perspectiva a San Pedro, demoliendo, entre el Borgo Nuevo y el Borgo Viejo, la estrecha Spina di Borgo. Mentiría si dijera que lamento esa desaparición. Mi casa, mi casa maravillosa fue Bomarzo. Los recuerdos que conservo del palacio de Roma se circunscriben todavía a unas salas húmedas que ninguna chimenea, por enorme y crepitante que fuese, se atrevía a calentar; a unas angostas ventanas por las cuales se colaba el viento, haciendo tiritar los paños y animando para mi angustia supersticiosa sus escenas fantasmales, como si se desarrollaran allí y esos seres y monstruos fueran lo único viviente del caserón; a unas armas vetustas y unos desgarrados pendones colgados de los muros, bajo los cuales pasaba y repasaba, entre el fulgor de los leños, como un espectro más, la sombra temida de mi padre; y a unos corredores helados por los que mis dos hermanos, Girolamo y Maerbale, me perseguían y hostigaban con picas y estoques amarillos de herrumbre, gruñendo como lobos.

Algo hay, sin embargo, que debiera reconciliarme con el espanto de esas memorias, cuya evocación todavía hoy me intimida —y eso que han transcurrido años y años y años desde que dejé para siempre aquellos aposentos malditos—, y es el recuerdo de mi abuela.

Mi abuela paterna se llamaba Diana Orsini y era viuda de su tío. Lo mismo que no reconozco más casa que Bomarzo, no reconozco en mis venas más sangre que la de Orsini, fuera del aporte de los Colonna que, guerreando incansablemente en mi interior con sus seculares antagonistas, habrá contribuido sin duda a mi desequilibrio. Esos Orsini mezclados con los Colonna en mi cuerpo, citados en mi cuerpo al que tironearon y torturaron con invisibles manos remotas, dieron en las secretas galerías de mi interior, sin que se percatara nadie, sin que nadie más que yo sintiera y sufriera su desatada lucha, atroces batallas. A veces pienso que si sufrí por las irregularidades que traje al mundo —me cuesta emplear la palabra deformidad— ello se debió a ese entrevero en que predominó con insistencia desproporcionada el afluir de una sangre (la de mi abuelo Girolamo Orsini; la de mi abuela Diana Orsini, hija de Orso Orsini, señor de Bomarzo; la de mi abuelo, el cardenal Franciotto Orsini) en las vías que recorrían mi carne débil, y pienso que si mis hermanos se salvaron del estigma fue porque un hado extravagante y cruel, entrevisto por Sandro Benedetto al dibujar mi horóscopo, me designó, no obstante lo que mi destino incomparable puede entrañar de victorioso, para recoger y sobrellevar destructoras herencias no compartidas. De cualquier manera, a pesar de la participación mínima de los Colonna, he sido un Orsini puro, demasiado puro, y por serlo traje conmigo el anatema que acosa a los linajes cuyo engreimiento faraónico los hace sentirse un poco divinos y que rondan, con una ilusoria inquietud olímpica, entre religiosa y fatua, alrededor de los sucedáneos del incesto que en realidad consideran como la única forma capaz de perpetuarlos dignamente.

De no haber sido mi abuela Diana como fue, creo que yo no hubiera sobrevivido a los años de mi infancia. En medio de mis amarguras y resentimientos, su belleza estupenda que no ajaba la mucha edad, y el fervoroso cariño con el cual me envolvió, resplandecen y alumbran mi niñez. Ninguno me ha querido tanto, ni me ha dado una prueba tan honda de amor como la que referiré más adelante y que, si bien muestra un aspecto inesperado de dureza, terriblemente frío, con relación a mi hermano Girolamo a quien detestaba —como la detestaba él a ella, como lo detestaba yo a él—, afirma su solidaridad conmigo y su afán inconmovible de sacrificar a quien fuera, llegada la ocasión, en favor de su nieto Pier Francesco Orsini.

La veo, intacta, luminosa, transparente, en la distancia inmensa del tiempo, cruzar las salas del palacio romano, conjurando con su aparición a los duendes y a los vampiros que lo habitaban. La veo, inclinada en las terrazas de Bomarzo, bajo un quitasol redondo, o avanzando por el jardín italiano de la villa, entre los canteros geométricos, tan radiante que sus ojos azules brillaban más que las alhajas de sus manos y de su seno, y que su piel, adivinada bajo el velo con el cual se protegía del aire, parecía esparcir a su paso una suave claridad, como si toda ella fuera una lámpara de alabastro encendido. Cuando Benvenuto Cellini me contó que al salir de la cárcel del Castel Sant’Angelo poseía una aureola que le rodeaba la cabeza y que podía enseñar a voluntad a sus amigos, pensé de inmediato en mi abuela. Su imagen es inseparable de la idea de luz, de irradiación. Se llamaba Diana, y como Diana tenía el porte majestuoso. Caminaba como si se deslizara. Descendía las escalinatas, en Bomarzo, acompañada por las mujeres que la servían, en el opulento crujir de sus largos ropajes que rememoraban las modas arcaicas de Lorenzo el Magnífico, trémulas en la garganta las perlas familiares, y era como si Diana Artemisa, la de los ademanes seguros y el firme andar —una Diana muy vieja y muy joven— se aprestara a partir para una cacería entre sus ninfas asombradas. Fue ella quien me narró, en las veladas de Bomarzo, las historias de mi estirpe; ella quien me inculcó el orgullo de raza que me estimuló a través de las vicisitudes; ella, ella en verdad —ella y el secreto inexorable que compartimos—, quien me hizo duque de Bomarzo; ella quien alivió la aflicción que mi físico me causaba y quien me alentó a seguir adelante por el camino, por la selva oscura.

Mi niñez romana y campesina y, luego de mi regreso de Florencia, el corto tiempo en que gocé del cariño y de la piedad de mi abuela, en el refugio de Bomarzo, se poblaron de las figuras dinásticas que ella invocaba. No hubo entonces historiador ni archivero que dominara como mi abuela Diana la crónica de nuestra familia, y se consagró a transmitírmela, desde que yo era muy pequeño, lo mismo las paladinas proezas que los bárbaros crímenes, proponiéndose de ese modo —cuando fui mayor me percaté de ello— robustecer mi flaqueza con modelos gloriosos y trágicos que me caldearían como vinos de cepa antiquísima y me impulsarían a enfrentar los laberintos de la existencia con el denuedo viril propio de mi casta, insuflándome eficazmente, más allá de la moral y de los convencionalismos que reverenciamos, una invulnerabilidad que resultaba de la certidumbre de que, al cumplir la hazaña excelsa o al ejecutar el obligado delito violento, yo tendría siempre razón, pues me bastaba recurrir en la memoria al rico anecdotario de mi prosapia para hallar un antecedente oportuno que corroboraría y justificaría mi actitud si lo necesitase. Tan original método pedagógico modeló curiosamente mi personalidad. No hay que olvidar, por supuesto —me gustaría vindicar a mi adorada abuela—, que las bases sobre las cuales se asentaba la conducta en aquella época eran muy distintas de las de hoy, y que lo que hoy es condenable no lo era en el siglo XVI. Así, por ejemplo, mi padre, mis abuelos y mis bisabuelos habían sido condottieri. Los condottieri comerciaban con la guerra como otros comercian con el trigo. Se emplumaban como faisanes, se cubrían con armaduras forjadas por exquisitos orfebres, pero eran eso ni más ni menos, hábiles comerciantes de la guerra que alquilaban su mercadería militar al mejor postor. Ningún ideal patriótico los guiaba en sus acciones y, según se moviera la balanza política de la demanda y la oferta, no tenían inconveniente en cambiar de aliados, en plena campaña, de acuerdo con sus pecuniarios intereses. Y no se crea que hablo de esta suerte por odio a mi padre: las cosas estaban así establecidas y a nadie se le hubiera ocurrido modificarlas, aunque numerosas ciudades arrostraron las consecuencias de ese régimen incierto. Venecia no halló procedimiento más adecuado, para salvaguardarse de las traiciones, que contratar los servicios de muchos condottieri, calculando que eso entorpecería el engaño y la deserción, y facilitaría, a través de las delaciones, su hallazgo a tiempo. Ya he dicho que Nicolás Orsini, conde de Pitigliano, secundó alternativamente a aragoneses y venecianos en filas opuestas. Mi padre, Gian Corrado, tuvo contactos con Brescia y con el Friul; se halló junto a los Médicis, en 1478, en momentos de la conjuración de los Pazzi, siguió a Bartolomé d’Alviano, cuando auxilió a Pisa; participó de la derrota infligida por Bentivoglio; custodió a Monopoli, en Puglia, en 1528, al lado de Lautrec, por encargo de Venecia. Fue valiente y astuto. Supo hacer sus contratos. Iba de acá para allá, con sus hombres espejeantes de sudor y de acero, negros escarabajos heroicos, por los caminos de Italia, dejando las vías imperiales para tomar senderos tortuosos que lo conducían, súbita e inesperadamente, frente a las poblaciones asediadas. Por eso lo he visto tan poco. Era raro que estuviera en Roma o en Bomarzo. Más de una vez, en la alta noche, cuando la bruma envolvía a la acrópolis feudal de Bomarzo, me he empinado en mi lecho para atisbar, por la entreabierta ventana, hacia las rutas de Orte o de Viterbo, su retorno sobrecogedor entre el llamear desmelenado de las antorchas, con ruido de caballerías, de arneses y de hierros y broncas voces de mando que resonaban en la soledad de la campiña, sobre el murmullo de los arroyos, y que insinuaban, a la distancia, en las casas esparcidas, unas luces timoratas que anunciaban que el señor volvía de la guerra.

Los cuentos de mi abuela Diana que me fascinaban más hondamente eran los que aludían a los orígenes de mi clan. Me encantaban sobre todo los que, remontando los ríos de la sangre, alcanzaban, en larga navegación, al instante mágico en que surgía el tótem primordial, la Osa nodriza a la cual debemos nuestro nombre, y en el que la mitología, enlazando genealógicamente a hombres y bestias, nos vinculaba con las leyendas de los dioses, y hacía de nosotros, en cierto modo, por esa alianza inicial con las fuerzas oscuras de la naturaleza, unos dioses también, consanguíneos de las fieras fabulosas que habían reinado en el mundo cuando el hombre quebradizo se escondía de los monstruos gigantescos e implacables y sólo las divinidades se atrevían a enfrentarlos. Así interpretaba mi imaginación, azuzada por la lectura de los mitos, los relatos de mi abuela.

Nuestro primer antepasado, un jefe godo, tuvo un hijo que fue amamantado por una osa y a quien llamaron Orsino. De él descendemos. La leche de la Osa nutrió nuestra sangre. O procedemos de Caio Flavio Orso, general del emperador Constancio. Es posible. Pero la Osa, es nuestra. Nadie nos la quitará. No la hemos incorporado a nuestro escudo —el escudo de la rosa y la sierpe—, mas la hemos conservado, multiplicándola, en la pareja de osos que sostienen nuestro blasón, los soportes, como se dice en heráldica. Somos
editus ursae
, engendrados por la Osa. Los osos que soportan nuestro escudo nos sirven de apoyo a nosotros también, como negros aliados unidos a los Orsini por un pacto inmemorial. En Bomarzo, cuando no podía dormir porque me desvelaba la congoja, y salía a caminar por los corredores que apenas iluminaba la vacilación del alba, oía unos pasos de felpa, sigilosos, como de alguien que temía hacer ruido y delatarse, y que me acompañaban en mis andanzas nocturnas. Eran los osos, los osos vigilantes de los Orsini, cuyo áspero pelaje se disimulaba en la sombra de las galerías. Me seguían con suave cautela, enormes y mudos. Me cuidaban. Nunca conseguí ver a mi secreta escolta. Alguna vez creí distinguir un fulgor de dientes, un relampaguear de zarpas. Me acerqué de un salto, pero sólo encontré penumbras polvorientas. Hace pocos días leí un poema de Victoria Sackville-West que describe idéntica sensación. En el castillo de Knole, los leopardos de sus armas iban detrás de ella —
velvet footsteps
—, como los osos de nuestro blasón (los osos y no la serpiente; los osos, los osos) marchaban detrás de mí, en Bomarzo. Hay una forma de fidelidad ultraterrena que únicamente los elegidos advierten. Yo la sentí. Yo gocé de ese extraño privilegio.

Los Massimi pretendían derivar de Q. Fabius Maximus; los Muti, de Muzio Scevola; los Cornaro, de los Cornelios; los Antinori de Antenor, príncipe de Troya; el papa Pío II Piccolomini, quizá de los Julios; los Colonna —siempre exagerados— del propio Julio César. Era la moda de entonces, la misma moda que hacía que los patricios de esas casas mandaran esculpir sus bustos con atavíos de emperadores romanos. Todos querían proceder de alguien ilustre, ilustrísimo, cuya mención los ayudaría a pisar firme en los territorios por los cuales los antepasados que reclamaban habían andado con togas y con legiones. Nosotros tuvimos a nuestro Caio Flavio Orso, se explica, general del Imperio. Pero, como Rómulo y Remo a su Loba, tuvimos nuestra Osa. Los osos son terribles. Yo no cambiaría nuestra Osa ni por un águila bicéfala, ni por un fénix, ni por un grifo. El Diablo se convirtió en oso para matar al papa Benedicto IX en el corazón de una selva, y eso que, según nos enseña el primitivo arte cristiano, las apariciones animales del Demonio se reducen a cuatro figuras determinadas: el león, el basilisco, el áspid y el dragón. Tuvo que transformarse en oso para degollar a un papa. El profeta Daniel mencionó a un oso entre las bestias escogidas, cuando refirió su visión de las cuatro monarquías de la Tierra. Osas también, la Mayor, la Menor, hay en el cielo. Se me perdonará mi vanidad osuna, pero considero a los osos como parientes, y me importan mucho. Después de todo, mi vanidad es disculpable, pues ella finca en una forma especial del snobismo que nos aquejó (y exaltó) por igual a grandes y a pequeños en aquella época, y que no ha perdido su influencia sobre el mundo que evoluciona, aun en los países comunistas.

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