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Authors: David Wellington

Tags: #Terror

Balas de plata (8 page)

BOOK: Balas de plata
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Powell no dijo ni una palabra más durante el resto del viaje.

Ya se les había echado encima la tarde cuando llegaron a la cabaña. Los hombres se ocuparon en tareas diversas, como recoger leña y doblar las mantas. Chey se quedó fuera de la casa, de pie. Permaneció allí de brazos cruzados, sin moverse.

Una voluta de humo ascendía desde una chimenea adosada a uno de los costados de la cabaña. Un fuego crepitaba en el interior, y por la puerta abierta se entreveía una lucecita amarilla. ¿Acaso Powell esperaba a que entrara en la casa por voluntad propia? Tal vez hubiera pensado que Chey necesitaba estar sola. Que necesitaba tiempo para procesar lo que le había ocurrido.

Chey pensó que no lograría acostumbrarse a aquello. No podría aceptarlo jamás.

Pero no tenía sentido que se pasara la noche entera frente a la puerta. Entró y se arrimó a la estufa para darse calor.

Powell le había preparado una cama. Había cubierto de mantas y almohadas su tosco catre de madera. Parecía más apropiado para un perro que para un ser humano. Cuando hubo terminado, dio un paso hacia ella, pero Chey no quiso que se le acercara. Powell lo intentó de nuevo, trató de tocarle el brazo, y Chey se encogió como si una serpiente hubiera tratado de picarle. El hombre se dio por aludido y se retiró a su ahumadero. Chey lo siguió hasta la puerta y le vio entrar en el pabellón y cerrar la puerta desde dentro. Dzo estaba fuera y llenaba el depósito de la camioneta con un enorme bidón de plástico. Aunque se hubiera puesto amarillo con el paso del tiempo, era transparente, y Chey vio la sombra del líquido que se agitaba hacia uno y otro lado en su interior.

—Ponte cómoda, ¿eh? —le dijo el sonriente Dzo.

Chey cerró la puerta de golpe. No había cerradura, tan sólo un simple pestillo, pero tiró de él con mucha fuerza para asegurarse de que la puerta quedaba cerrada. Luego buscó una silla —no esa cama que más bien parecía un nido—, se dejó caer sobre ella y se enfurruñó a gusto.

Un día antes, cuando andaba perdida por los bosques, había tenido la seguridad de que iba a morir. Nunca se había sentido tan mal en toda su vida. Pero en el momento presente estaba segura de que iba a vivir, y era una sensación aún peor.

No había manera de regresar, ni ninguna posibilidad de curación, salvo la muerte. Eso era lo que había tratado de decirle Powell. Tendría que convivir con la loba durante el resto de su vida.

¿Qué iba a hacer? ¿Se rendiría? No había previsto en sus planes convertirse en monstruo. ¿Qué cambios tendría que introducir en su propia vida para hacerle sitio a una loba gigante? ¿Cómo podría conservar un trabajo si cada doce horas se transformaba en animal? Había tenido varios novios en Edmonton. En su gran mayoría eran de estilo vaquero, tíos con colas de caballo y motos. El tipo de tíos que habrían sido capaces de tener a una loba por mascota. Ninguno de ellos sería capaz de comprender en qué se había convertido. Si hubiera tratado de explicárselo, ellos lo habrían encontrado guay. Pero Chey no habría estado de acuerdo.

Creyó oír de nuevo la voz de su tío. Su tío le había dicho que no hacía más que compadecerse de sí misma. Que se lamentaba de su destino en vez de buscar soluciones. Chey había tratado de rebatírselo, pero sus argumentos nunca habían funcionado. Su tío tenía la mala costumbre de tener siempre la razón.

—Pues vale —dijo, al tiempo que se frotaba el puente de la nariz—. ¡Pues vale! ¡A la puta mierda! Vale.

Se levantó de la silla y salió al porche. Aunque no quisiera enfrentarse a su nueva situación, necesitaba respuestas.

La nieve amontonada entre los árboles capturaba la poca luz que lograba abrirse paso entre las ramas y brillaba con un fulgor azul que no parecía de este mundo. Gélidos tentáculos de bruma se enroscaban al pie de los arbustos. Powell seguía escondido en el ahumadero, a juzgar por el volumen de aromáticos vapores que escapaban por las aberturas que tenía junto a la puerta. Detrás de la casa, Dzo lavaba la zona de carga de la camioneta con cubos repletos de agua de río.

Al ver que Chey doblaba la esquina de la casa, se levantó la máscara y le sonrió.

—¿Me tenéis prisionera? —preguntó ella.

Dzo frunció el entrecejo.

—No —contestó—. Claro que no.

—Entonces, puedo marcharme cuando quiera —dijo a modo de tanteo.

El hombre negó con la cabeza y le sonrió de nuevo.

—No, lo siento, eso no. Tendríamos que perseguirte y arrastrarte de nuevo hasta aquí. Podrías hacerle daño a alguien.

Chey entornó los ojos.

—Creo que el control que tengo sobre mí misma es suficiente.

Dzo suspiró.

—Los lobos, los de la especie a la que tú perteneces, no pueden ver un ser humano sin que se les suba la sangre a los ojos. En circunstancias normales son animales como los demás, pero tan pronto como se acercan a las personas, algo les posee. Sienten el sabor de la sangre detrás de la lengua. Sienten un olor, un olor dentro de la nariz, como si les hubiese llegado la hora de cenar. —Dzo negó con la cabeza—. Si te encuentras con un ser humano mientras te hallas en ese estado, no tendrás elección. Al cabo de un par de segundos lo habrás matado.

—No —dijo ella—. Eso... no puede ser cierto. ¿Y entonces... entonces. .. cómo es que tú aún vives?

Dzo le dirigió una mirada inexpresiva.

—¿Cuánto hace que estás con Powell?

Dzo se rió.

—¿Monty? Monty y yo somos viejos amigos. Desde hace un montón de años.

Chey asintió.

—¿Y no has estado nunca con él cuando cambiaba? Cuando se transformaba en lobo, quiero decir.

Tenía que recordarse a sí misma que Dzo lo entendía todo al pie de la letra.

—Sí, claro, muchísimas veces.

¡Ah! —dijo Chey—, pues entonces, ¿por qué no te ha matado todavía?

Yo soy especial —dijo Dzo, como si se hubiera tratado de algo evidente—. No corro ningún peligro. Pero matará a todos los demás.

A todos los... es decir, a cualquiera. A cualquiera que se cruce en su camino. —Se le aceleró el aliento. Sintió un dolor fantasmal en el tobillo.

—Ése es el principal motivo por el que Monty vive aquí. —Abrió ambos brazos—. No hay nadie. Y no será por el calor que hace. Eres el primer ser humano que ha visto en tres años. Te atacó sin pensarlo siquiera, ¿verdad?

Chey cruzó ambos brazos sobre el estómago. De pronto, sintió náuseas. Se acordó de cuando se había encaramado al abedul. Había visto el odio en los ojos del lobo, la necesidad de matar. Había contemplado cómo era esa locura, de cerca, en persona, y no quería que aquello se repitiera.

—Yo... no lo sabía. Dios mío... ¿cómo puede suceder algo así? ¿Qué clase de virus puede hacerle eso a una persona?

Dzo levantó ambas manos.

—Piensas que se trata de una especie de enfermedad, ¿eh?

Chey asintió.

—Eso es lo que no has comprendido, ¿sabes? Esto no es ningún virus. Es una maldición. Y cuando te digo maldición, no te estoy hablando de ningún antiguo relato indio transmitido a lo largo de generaciones, que cuando venga algún tipo listo de la Universidad de McGill va a decir, «¡ajá!, era un déficit de vitamina D». Te estoy hablando de una maldición, de un hechizo. El más grande y maligno que haya existido. —Saltó a la plataforma de la camioneta y se sentó sobre la portezuela trasera. Sus ojos miraron a media distancia, como si se hubiera sumido en un mal recuerdo—. ¿Sabes?, esto sucedió hará unos diez mil años, y...

Chey negó con la cabeza. No se sentía capaz de escuchar su relato.

—No quiero matar a nadie —dijo con voz débil. Le pareció que iba a vomitar—. Prefiero morir yo misma. Me suicidaré... pero ¿eso es posible ahora?

—Pues claro —le dijo Dzo, sonriendo de nuevo—. Sí, existen maneras de hacerlo. Las balas, el veneno y las trampas no te harían casi nada. Pero la plata...

—¿Balas de plata? —se apresuró a preguntarle ella.

—Cualquier tipo de plata te serviría —le dijo el hombre—. Cuchillos de plata, plata disuelta en el agua que te bebas, chinchetas de plata si las pisas con suficiente fuerza... Es como una alergia muy mala, ¿sabes? Si la plata te entra en el organismo, morirás como un buey destripado. —Se encogió de hombros—. Claro que aquí no tenemos mucha plata a mano, por motivos obvios. Me imagino que se lo podrías preguntar a Monty. Escucha, si es eso lo que tú quieres, podemos ayudarte a conseguirlo. —Su mano, embutida en un guante, se posó sobre el hombro de Chey—. Te lo prometo.

Chey negó con la cabeza. ¿Era eso lo que de verdad quería? Tal vez. Pero todavía no.

Capítulo 12

Finalmente, Powell abandonó su refugio. Chey le observó por una de las ventanas de la cabaña, sin saber muy bien qué pensar ni qué hacer. Powell sabía cosas que Chey tenía que saber también. Pero no soportaba la mera idea de pedirle que se las enseñara.

Y con todo, cuando se marchó hacia el bosque, a pie, sintió la apremiante necesidad de seguirlo. Salió a hurtadillas de la casa y se dirigió también al bosque, tratando de aparentar naturalidad. Tratando de fingir que se le había ocurrido salir de paseo.

No funcionó. Aunque Chey le dejara adelantarse, Powell notaba siempre su presencia. Se detenía al encaramarse por un leño cubierto de musgo, o al levantar una rama del sendero para pasar por debajo, y aguardaba unos instantes. Después se volvía hacia ella antes de volver a emprender la marcha.

Cuando la miraba, sus ojos no parecían tan severos como los recordaba Chey. No parecía que expresaran preocupación, ni remordimientos (aunque bien podía sentirlos, pensaba ella), sino compasión. Como si recordara la primera vez que se había transformado en lobo y supiera que Chey tendría que tomarse su propio tiempo para aceptarlo.

Finalmente, Powell se cansó de la persecución a cámara lenta. Se detuvo en un pequeño claro del bosque y esperó. Al cabo de un minuto, como ella no se le acercaba, se volvió y la miró. Chey creía estar bien escondida, cincuenta metros más allá, detrás de un grupo de arbolillos de tronco muy delgado, cubiertos por una densa masa de agujas, pero el hombre le encontró la mirada con la misma facilidad con que habría podido hacerlo si los dos hubieran estado solos en un ascensor y hubiesen tratado de eludir el contacto ocular.

Chey dio unos pasos adelante con cierta timidez. Powell asintió con la cabeza y la llamó:

—No tenemos tiempo para esas memeces.

A Chey no le gustaba que le pegaran broncas y aún le gustaba menos que se las pegara aquel hombre.

—¿Memeces? Ese es el tipo de palabras que ya sólo utiliza mi abuelo. —Negó con la cabeza—. De todas maneras, no tengo nada mejor que hacer.

Powell, a su vez, negó también con la cabeza.

—Tienes que acostumbrarte a razonar de otra manera —le dijo—. Tienes que cambiar tu concepción del tiempo. El tiempo que pasa en las horas sin luna es precioso, porque es el único en el que seguirás siendo tú misma. No lo desperdicies.

Quizá Powell entendiera por qué Chey había ido tras él. La joven se sentó sobre un leño algo húmedo y le miró, expectante, como un alumno que espera a que su maestro empiece la lección.

—Tendrás, que aprender a ser siempre muy consciente de la salida y la puesta de la luna. En la mayoría de lugares es fácil, pero aquí, en el Ártico, no hay nada que sea sencillo. Estamos en la tierra del sol de medianoche, ¿sabes? Y el ciclo de la luna también es muy raro. Ahora nos encontramos en una fase de lunas más largas, en los que la luna sale cada vez más temprano y se pone cada vez más tarde. Dentro de un par de semanas tendremos una luna muy larga. Pasará cinco días por encima del horizonte hasta que se vuelva a poner.

—¿Voy a ser... voy a ser esa criatura... durante cinco días? —preguntó ella con voz entrecortada.

—No. La parte que de verdad eres tú, no —dijo él—. Compartimos el cuerpo con ellos, pero no la mente. Ellos tienen sus propios pensamientos animales. Nosotros ni siquiera recordamos del todo lo que ocurre mientras estamos en ese estado. Durante mucho tiempo me he preguntado el porqué. Yo me imagino que se debe a que los recuerdos del lobo son incomprensibles para un cerebro humano. Es como si soñaras en un lenguaje desconocido y, al despertar, no pudieras traducir lo que has dicho en sueños.

Chey había pensado ya algo parecido, pero no dijo nada. Estaba aprendiendo las normas por las que tendría que regirse en adelante.

—En cualquier caso, tienes que comprender que no importa lo buena persona que seas: ahora eres una asesina. Una salvaje. Sube aquí y mira eso. —Powell trepó a una roca desde la que se podía contemplar cierta extensión de lo que a Chey le pareció un prado de superficie desigual—. Aquí incluso el terreno es diferente, y tienes que andarte con ojo cada vez que pongas un pie en el suelo. Estas son tierras pantanosas del Ártico —le explicó—. Cenagales congelados en parte. Parece sólido, ¿verdad? Si intentas atravesarlo a pie, te vas a llevar una sorpresa. Está cubierto de vegetación, desde luego, pero debajo de ésta no hay más que agua, y no sabemos lo profunda que es.

—La versión septentrional de las arenas movedizas —respondió Chey, y asintió con la cabeza. Se subió a una roca, al lado de Powell, y se sentó.

—Nuestra relación con los lobos es como esas tierras pantanosas, ¿entiendes? Nosotros somos la superficie de aspecto sólido. La trampa. Incluso puede ocurrir que caigamos nosotros mismos en esa trampa cuando pensamos que controlamos la situación. Pero no la controlamos, ni la controlaremos jamás. Bajo la superficie somos asesinos y eso no podremos cambiarlo jamás.

Chey suspiró hasta lo más hondo.

—Está bien. Así que nuestra vida es una mierda y ni siquiera podemos morirnos. Genial.

Powell se encogió de hombros.

—No voy a fingir que disfruto de esta maldición. Pero tampoco te diré que sea un destino peor que la muerte. Los lobos no carecen de virtudes. Hay cosas que hacen mejor que nosotros. En estas tierras tienen muchas más oportunidades de sobrevivir que nosotros, por qué saben encontrar comida y nosotros no. Y cada vez que ellos comen, nosotros nos alimentamos. —Frunció el entrecejo—. Esta próxima noche trataré de acordarme de que tengo que enseñarte a cazar —dijo. Chey entendió que le estaba hablando del momento en el que saliera la luna. Powell decía que trataría de enseñarla a cazar cuando se hubieran transformado en lobos. Sólo con pensar en transformarse de nuevo, se estremeció—. Esta tierra les pertenece. Durante cientos de miles de años, antes de que llegaran los seres humanos, cazaban sus renos. Te habrás dado cuenta de que son distintos de los demás lobos.

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