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Authors: Elspeth Cooper

Tags: #Ciencia ficción, fantástico

Bajo la hiedra (60 page)

BOOK: Bajo la hiedra
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Goran se irguió cuan largo era, colorado hasta la raíz del cabello.

—¿De qué se me acusaría?

—¿Por qué no empezamos por tu desprecio a la letra de la ley, y seguimos después a partir de ahí? —rugió Ansel—. ¡Alguaciles!

Los cuatro centinelas se cuadraron firmes.

—¡Cómo te atreves! —rugió Goran—. ¡No tienes autoridad para hacer tal cosa!

—¿Cómo que no? —Ansel lo miró fijamente y la rabia hizo que le temblase la voz—. Soy el preceptor de esta orden.

—Ya no.

El silencio invadió el salón. Ansel apretó con tal fuerza los puños alrededor del bastón que empalidecieron.

—¿Perdón?

—Has sido destituido del cargo por el voto de una mayoría en base a tu incapacidad para desempeñarlo. Ahora yo soy el preceptor. —El triunfo le iluminó los ojos porcinos. Goran hizo un gesto al escribiente que estaba sentado a un escritorio bajo la tarima—. El voto ya ha sido anotado en el libro de actas.

La furia rebulló en la garganta de Ansel, amarga como el impulso de obrar con violencia.

—¿Yo… incapaz? ¡Déjame decirte quién es aquí incapaz de desempeñar un cargo sagrado, Goran! ¿Quién mantiene su propio equipo de interrogadores, a pesar de que fueron declarados ilegales al mismo tiempo que la Inquisición?

Goran pestañeó, y los miembros de la curia allí reunidos contuvieron el aliento.

—¿Acaso pensabas que ignoraba tu uso de esos interrogadores para infligir dolor a jóvenes para tu propia satisfacción?

Bredon cogió del brazo a Ansel.

—¿Es eso cierto?

—Claro que es cierto, lo que sucede es que nunca pude probarlo —susurró Ansel—. Ninguno de los pobres desdichados a los que maltrató sigue aquí para testificar en su contra.

—¿Muertos?

—Todos excepto uno.

Con el rostro sonrosado por la ira y los puños temblorosos a los costados, Goran no pudo contenerse más:

—¡Mentiras! No seguiré aquí de pie para escuchar tus difamaciones, Ansel. Te retiro la palabra. Alguaciles, exijo que saquéis a este hombre fuera de la sala.

—¿Podrías proporcionarnos a ese testigo? —susurró Bredon entre los murmullos de los Ancianos presentes.

—Lo envié lejos de Dremen por su propia seguridad.

—Con eso me basta. —El preboste levantó la voz para decir—: ¡Haya paz!

—Pero ¿qué haces? ¡Arresta a ese hombre! —Goran señaló con el dedo a Ansel—. Estás acabado, ¿me oyes? Llevas demasiado tiempo aferrándote al puesto que obtuviste gracias a tu historial de guerra. Hace años que tendrías que haber renunciado al cargo.

—Al menos yo tengo un historial de guerra del que enorgullecerme —replicó Ansel—. ¿Dónde estabas tú cuando ardieron las hogueras, Goran? ¿Dónde estabas cuando las legiones presentaron batalla superadas en número en Samarak, y las flechas cubrieron de tal forma el cielo que el mediodía se convirtió en medianoche? Arregazado en las fincas de tu padre, como una gallina en su nido, ¿me equivoco?

Una tos ronca arrancó al mismo tiempo que sus palabras, pero había llegado un punto en que Ansel no podía parar. Le hervía la sangre como no lo había hecho desde las guerras del desierto, cuando su vida había dependido del acero, los arrestos y un caballo recio que montar. Se secó los labios húmedos con el dorso de la mano.

—Yo estuve allí. —Le dieron un tirón de la manga, pero él la sacudió—. Entre toda esa sangre, el cieno, el hedor y las moscas. Estuve allí porque hice juramento de defender la fe con mi cuerpo y alma, por mucho que eso pudiera costarme la vida. Todos vosotros lo hicisteis cuando recibisteis las espuelas. ¿Es esto en lo que nos hemos convertido?

—La orden ha cambiado desde las guerras del desierto, Ansel —contraatacó Goran—. Ahora somos menos y la fe ha sufrido las consecuencias. Ya no basta con espadas y rosarios si pretendemos cambiar esa tendencia. Necesitamos que alguien nuevo gobierne el timón, una voz nueva capaz de unir a los fieles.

—¿Crees que esa voz es la tuya? ¿Crees que tienes los huevos necesarios para ocupar ese asiento?

Ansel levantó la mano para señalar el asiento del preceptor, y vio que tenía el dorso manchado de rojo, salpicándole el brocado de la manga. Otro ataque de tos le sacudió los pulmones y trastabilló. Selsen acudió en su ayuda y le pasó un brazo por los hombros, evitando así que se cayera.

—Sí, así es. Mírate —se burló Goran—. Estás moribundo, anciano. Ve a pastar al lugar al que perteneces.

Ansel se irguió con cierto esfuerzo. El sabor metálico de la sangre le llenó la boca y escupió en las baldosas de mármol para librarse de él.

—Estoy en el lugar al que pertenezco —dijo, pronunciando con énfasis cada palabra—. Por el roble y la diosa daré hasta mi último aliento. ¿Qué defiendes tú, Goran, que crees estar más capacitado que yo para liderar la orden?

—¡Todo ha terminado, Ansel! Hemos votado a favor de un cambio de preceptor, ¡acéptalo!

—Humm. El voto es nulo, Anciano Goran —intervino el escribiente.

—¿Qué?

—Es nulo. —El hermano cronista aferraba los papeles contra su pecho, a modo de escudo que lo protegía de las miradas que los presentes le dirigieron—. En el momento de emitirse no había quórum.

—¡Pero si había cincuenta y cuatro nombres en contra de la moción!

—Sí, pero hay ochenta y dos Ancianos presentes —respondió el escribiente, encogiéndose en la túnica negra bajo el peso del escrutinio al que era sometido. A su lado, Tercel y Morten asintieron.

—Repasa la cuenta —ordenó Goran.

—La cuenta es correcta. El Anciano Tercel así me lo confirmó. Bajo la cuarta enmienda del código de la curia, tal como se estableció en el gran rede, en caso de emergencia el preboste asume los derechos y responsabilidades de un Anciano de la orden suvaeana. —La voz del hermano cronista fue convirtiéndose en un susurro que, en la repentina quietud del salón del rede, reverberó como un vozarrón—. Veintiocho a cincuenta y cuatro significa que no hay quórum.

El silencio duró lo que un latido de corazón. Después, el griterío se adueñó del salón del rede.

36

BRECHA

A
lderan abrazó el canto y fundió la mente en el tejido. Gair tenía razón: algo iba muy, muy mal. Del tenso escudo que lo envolvía tiraban fuerzas diversas, lo que creaba un punto débil. Uno de los maestros en los que se anclaba empezaba a flaquear. Por la diosa. Buscó rápidamente en la telaraña de mentes y contó las pautas una a una. A su derecha aparecieron los colores de Masen y aflojó un poco la tensión, pero incluso con su viejo amigo en la red siguió debilitándose el escudo.

«No es suficiente, —dijo Masen—. ¿Qué es lo que sucede?»

«Eso querría saber yo. Todo el mundo está aquí, pero siento cómo se rasga el tejido.»

«¿Dónde está el leahno?»

«Lo envié al pie de la muralla. Él siente lo que pasa, Masen, a pesar del escudo. Nunca había encontrado un talento como el suyo.»

«Excepto uno.»

«Excepto uno, sí.»

Ante él los demonios parloteaban furiosos, redoblando sus esfuerzos para abrirse paso a través del tejido a fuerza de rasgarlo. Manchas púrpura lo cubrían, y con cada descarga que emitía se volvía claramente más débil. Los cuerpos cubiertos de escamas se amontonaban unos sobre los otros como si el peso bastara para alcanzar su objetivo. O como si supieran algo que los defensores ignoraban.

«¡Masen, va a abrirse una brecha justo ahí! ¡Reúne a todos los maestros que puedas para reforzar el tejido!»

Pasos en la escalera del baluarte, seguidos por la aparición de nuevos colores a lo largo del escudo. Una fuerza renovada lo llenó por completo, agua fresca en un charco de aguas estancadas. Alderan tomó del canto y redirigió toda esa energía hacia el tejido.

«¿Qué diantre sucede dentro?», preguntó a todos los que fueran capaces de escucharle. La voz de Donata le llegó flotando, serena como de costumbre.

«Viene uno de los adeptos… le preguntaré. ¿Tú también lo has oído?»

«Sí.»

El tejido se tambaleó repentinamente. Un fuerte dolor alcanzó el cerebro de Alderan. Los colores que había a lo largo del escudo se apagaron antes de encenderse, cuando sus propietarios empeñaron de nuevo sus fuerzas. Otra puñalada. La algarabía demoníaca aumentó de volumen, y las criaturas se dirigieron hacia un punto situado a su izquierda. Una oleada de poder cargó el escudo, pero en lugar del destello incandescente que esperaba ver apareció una línea a lo largo de la curva de la urdimbre, precisa, como si la propia diosa la hubiese trazado. Entonces se abrió.

«¡Una brecha!», voceó Alderan.

El canto acudió presto a su llamada y se vertió sobre la urdimbre. Masen, Barin y una docena de personas hicieron lo propio, pero no fue suficiente. Las extremidades escamosas asieron los bordes de la brecha y cuerpos deformes la atravesaron. Casi de inmediato un velo plateado apareció sobre los adeptos situados abajo, en el patio, cuando alguien tuvo la presencia de ánimo necesaria para dar forma a un segundo escudo. Alderan agradeció a los santos que fuera quien fuese esa persona no se hubiera dejado arrastrar por el pánico, y después reculó horrorizado cuando vio que los demonios volcaban su atención en los desprotegidos maestros.

Una pauta de colores parpadeó sobre los establos. Alderan sintió el tirón, pero el tejido aguantó. ¿Podía prescindir del canto para protegerse a sí mismo? A su espalda oyó el sonido característico del acero en el cuero. Gair le tocó brevemente el brazo antes de alejarse blandiendo la espada ante la avalancha que se les acercaba. En algún lugar del baluarte los rayos recorrieron la piedra y el hedor a quemado se extendió en el ambiente.

«¡Tenemos que cerrarla, Alderan! —exclamó Masen—. Podremos con los que han superado el escudo, siempre y cuando no se cuelen más.»

«Eso requiere más poder del que disponemos.»

«No queda nadie, amigo mío. A menos que quieras empezar a utilizar a los pequeños.»

Alderan lanzó un juramento.

«Condenado seas, Savin, maldito cabrón.»

El escudo de los adeptos había empezado a combarse y desteñirse. No disponían de mucho tiempo. Al otro lado del patio una voz desconocida dio órdenes a voz en cuello, y Alderan dedicó un par de segundos a echar un vistazo. Un joven armado con una espada ropera encabezaba grupos de aprendices a dondequiera que los diablillos se hicieran fuertes, y se ponían a ello con cualquier cosa que pudiera servirles de arma: lanzas, palos, incluso rastrillos y azadones del jardín de la cocina. Quienes empuñaban la espada se mezclaban con los que no; de dos en dos, por tríos, la emprendían con los demonios con el denuedo de soldados veteranos. Alderan entonó una plegaria. Algunas de las voces que gritaban desafiantes le parecieron alarmantemente agudas.

Más demonios atravesaron la brecha. Otro estallido de color parpadeó. El dolor surcó el tejido como un relámpago escarlata.

«¡Alguien la está abriendo!» Masen sonaba agotado.

«¿Quién?»

«¡Donata!»

«¡Eso es imposible!»

«Hay algo extraño en sus colores, Alderan. No se aplica del todo al tejido.»

Alderan hizo un esfuerzo por mirar a lo largo del tejado el lugar donde se había apostado Donata. A través del humo distinguió una figura de pie en la muralla, con la cabeza echada hacia atrás. No podía ser obra suya. Su mente se negó a aceptar que pudiese haberlos traicionado. Repasó la zona del escudo donde se había abierto la brecha. Un portal, abierto para que entrasen los demonios, con los colores de Donata entretejidos en él. Imposible. Tanteó la urdimbre y los colores relucieron con luz trémula, pero Masen estaba en lo cierto: había algo raro en ellos.

Entonces vio una silueta oscura recortada en la blanca piedra. Colores de acuarela se derramaban a su alrededor, colores vivos como mariposas muertas. Se acercó. Donata tenía el rostro ceniciento, las sienes y el cuero cabelludo llenos de arañazos. El pelo negro enmarañado en torno a sus dedos ensangrentados. En su lugar se encontraba Darin. Tenía el cuerpo encogido, tembloroso debido a las fuerzas que lo recorrían, y en su cara, por lo general alegre, había una expresión de puro terror. Alderan oyó el canto que fluía en su interior, salvaje y caprichoso, totalmente enajenado.

Vio lo que Masen había percibido. Los colores pertenecían a Donata, pero, aparte de la ilusión de su presencia, Donata había desaparecido y tan sólo había en ella un fragmento de Darin. Lo suficiente para concentrar el tejido del escudo hasta que Savin escogiese abrir un agujero en él. De algún modo había logrado subyugar la mente de la belisthana y servirse de ella para perforar el escudo desde dentro.

«No es más que una herramienta de la que te has servido. No una persona, no una de las hijas de la diosa, digna de vivir como cualquier otra, sino una mera herramienta. Un medio para alcanzar un fin.» Alderan tembló presa de una ira que jamás pensó que volvería a sentir.

«No es Donata —informó a Masen—. Puede que ésos sean sus colores, pero no es ella quien está dentro.»

«Tenemos que cerrar ese portal.»

«Lo sé. Avisaré a los adeptos.»

Gair vio a Tanith al final del camino que llevaba a los establos. Estaba arrodillada, y descansaba en su regazo la cabeza de un maestro, mientras se esforzaba por obrar una curación en él y, al mismo tiempo, mantener un modesto escudo defensivo que protegiese a ambos. Blandió la espada en alto, dispuesto a abrirse camino. Escamas y garras alfombraban el paso, y la nieve que cubría el empedrado de la casa capitular estaba manchada de amarillo y negro. La astolana le dirigió una mirada de agradecimiento, luego destrenzó el escudo y se inclinó sobre el maestro caído. Gair vio que se trataba de Brendan, ceniciento y con una terrible herida en el abdomen. Se sirvió de la espada para mantener a raya a los demonios, mientras ella seguía restañando la herida.

—Gracias —dijo, sin aliento.

—¿Se pondrá bien?

Un diablillo con piel color óxido atravesó el camino. Gair le abrió el cráneo por la mitad y de una patada lo apartó del baluarte.

—He hecho todo cuanto estaba en mi mano. He logrado estabilizarlo, al menos de momento.

Gair volvió la vista hacia ella. Tenía las manos y el vestido ensangrentados, y una mancha de hollín en la frente.

—No podremos aguantar mucho más si siguen así las cosas, Tanith. Por cada cinco que mato otros diez atraviesan la brecha. Tienes que dejar que ayude a Alderan a cerrarla.

—Eso te pondría en peligro. Supone una violación de mi juramento.

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