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Authors: David Pesci

Tags: #Drama, Histórico

Amistad (25 page)

BOOK: Amistad
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—Buen hombre, me pregunto si usted podría ayudarme. Busco a un hombre que hable un dialecto africano.

—Perdone, alguacil, pero aquí no tenemos a nadie así.

—Oh, no, señor, no soy alguacil. Soy un profesor —le corrigió Gibbs.

El tabernero enarcó una ceja y soltó un bufido.

—Y también un ministro —se apresuró a añadir Gibbs—. No le deseo a este hombre ningún mal. En realidad, ni siquiera sé quién es. Verá, lo que necesito es un intérprete.

—¿Intérprete? ¿Para qué?

—No sé muy bien cuál es el idioma, pero creo que es un dialecto occidental africano, aunque no congolés. Eso ya lo hemos intentado. Quizá sea mandingo.

—Aquí no tenemos ninguno de esos, señor ministro.

—Sí, de acuerdo, pero ¿le molestaría si pregunto? Verá, mi necesidad es un tanto urgente porque estoy trabajando con los negros capturados en el
Amistad
. Quizá lo haya oído mencionar usted.

El tabernero se acercó hasta que tocó la barra con su abultada barriga.

—¿Estuvo con los esclavos del
Amistad
?

—Sí. Mis colegas y yo estamos intentando comunicarnos con ellos. Confiamos en…

—¡Philip! Jean-Paul! ¡Este hombre habló con los esclavos capturados en el
Amistad
!

—¡No! ¡No es cierto!

—Es lo que dice. Y es un ministro. Nos está diciendo la verdad, ¿no?

—Por supuesto —Gibbs sonrió—. Me reuní con ellos en varias ocasiones con la intención de aprender su lenguaje y enseñarles el nuestro, además de tratar de convertirlos al cristianismo. Nuestras conversaciones fueron diarias hasta hace unas tres semanas y media, cuando comencé a buscar a un intérprete que hable su idioma.

—¿Los colgarán?

—¿Cree que el gobierno les devolverá a España?

—¿Es verdad que Cinqué es un rey?

—Dicen que uno de ellos es un feroz caníbal.

—Caballeros, caballeros —dijo Gibbs—, veo que sienten un profundo interés y que están bien informados. Permítanme que aporte algo a sus conocimientos. No, no hay ningún caníbal entre ellos, aunque hay uno que ciertamente tiene unos dientes muy afilados e impresionantes. Pero es un hombre tranquilo y amistoso. Creemos que su líder, José Cinqué, es el jefe de una tribu o un príncipe, aunque no podemos confirmarlo porque no conseguimos entendernos con él. En cuanto al gobierno, lo único que puedo decir es que hemos reunido al mejor equipo de defensa para los negros del
Amistad
. Nuestros abogados buscaron todos los medios posibles para ayudar a esos hombres. Sin embargo, sabemos que las cosas irían mucho mejor si pudiéramos ofrecer la versión africana de la historia. Con ese fin, caballeros, les pregunto: ¿alguien entre ustedes conoce con fluidez algún dialecto africano?

Los hombres se miraron los unos a los otros, y después echaron una ojeada a los demás. Todos negaron con la cabeza. Gibbs exhaló un suspiro. Les dio las gracias dispuesto a marcharse.

—Señor ministro…

Gibbs se volvió. Las palabras provenían del rincón. El hombre del jersey a rayas estaba ahora de pie, aunque sus manazas seguían sujetando los pechos desnudos de las dos mujeres.

—¿Qué lengua hablan esos hombres?

Las palabras estaban envueltas en un acento que Gibbs nunca había oído en el idioma inglés.

—No lo sé, pero conozco unas cuantas palabras.

—Dígalas. Veremos si son también las mías.

Gibbs se armó de valor.

—E-tah, feh-lee, saw-wha, na-nee.

El negro pidió escucharlas de nuevo, más despacio. Gibbs las repitió. El hombretón volvió a sentarse mientras meneaba la cabeza.

—Lo siento. No conozco esas palabras.

Gibbs sonrió. Les dio las gracias y caminó hacia la puerta. Al abrirla se encontró con un negro de la calle que estiraba la mano para sujetar el picaporte. El hombre estuvo a punto de caer sobre Gibbs. El negro esbozó una sonrisa pero de pronto cayó en la cuenta de que Gibbs era un blanco que salía de la taberna, y se apartó al momento con un aire servil y una leve expresión de miedo. Gibbs le saludó cortésmente y ya tenía un pie en la calle cuando se detuvo para volverse rápidamente.

—E-tah, feh-lee, saw-wha, na-nee.


Thlano, thataro, shupa, hera-mebedi
—replicó el hombre con toda naturalidad.

Gibbs lo cogió del brazo.

—¡Uno, dos, tres, cuatro!

—Cinco, seis, siete, ocho —dijo el hombre dispuesto a retroceder.

—¡Alabado sea el Señor! —exclamó Gibbs—. ¡Alabado sea Nuestro Padre que está en los cielos!

El hombre miró hacia el interior de la taberna y vio que los parroquianos se le echaban encima. Se zafó de la mano del blanco bajito para echar a correr por el callejón. Gibbs y varios de los hombres de la taberna echaron a correr tras él, sin dejar de gritarle que se detuviera.

Seth Staples estudió las más de dos docenas de notas que Baldwin había recibido durante las últimas semanas. Todas eran breves, como máximo unas cuantas líneas, y contenían una sugerencia o una pregunta a considerar por el equipo de la defensa: «¿Cómo justifica el gobierno la detención de los negros por piratería y asesinato?». «¿Cuáles son los precedentes legales para retener a las niñas a la vista de que las declararon testigos y no autores de ningún delito?». «¿Cómo puede el tribunal retener a los negros simultáneamente como propiedad y como criminales?» «Si los negros son esclavos acusados de asesinato y piratería, la ley requiere el decomiso de la propiedad a sus propietarios». Otras notas señalaban párrafos del tratado de 1819 que podían ayudar al caso y aducían razones de estado que podían afectar la estrategia general del presidente. Todas las notas procedían de Washington o de Boston. Todas estaban escritas por una mano diestra y llevaban la misma firma: «Un amigo».

La más reciente era del día anterior y advertía a Baldwin que tomara buena nota de los comentarios hechos por el embajador español en los documentos oficiales y en los periódicos. «Se ha manifestado repetidamente en términos que identifican con toda claridad a los negros como personas más que como propiedad. Esta disposición podría utilizarse con eficacia contra las alegaciones del gobierno federal en la Corte».

Staples estudió sistemáticamente las implicaciones de las sugerencias. Mientras lo hacía, encontró que todas demostraban un razonamiento y una perspicacia notables. Ni él, ni Baldwin, ni Sedgewick conocían la identidad del «amigo», pero resultaba obvio que se trataba de alguien con un profundo conocimiento de las actuaciones del departamento de estado, de la presidencia y de temas jurídicos.

«Quizá se trate del mismísimo Van Buren», había comentado Sedgwick. «Nos da las llaves del reino por la puerta trasera para que podamos arreglar todo este embrollo y acabemos con este espectáculo público».

Staples dedicó muchas horas a considerar esa posibilidad. Estaba seguro de que la administración se sentía cada vez más preocupada por la publicidad dispensada al caso, y sabía que la defensa haría todo lo posible para que siguiera siendo así, por muy escasas que fueran las posibilidades de victoria. Lo mejor para Van Buren sería que todo el asunto se liquidara cuanto antes. Pero ayudar a la defensa para conseguir ese objetivo parecía ridículo. Significaba una derrota pública muy dañina para el presidente y se corría el riesgo de provocar nuevas polémicas sobre la esclavitud en el interior del país. Staples decidió que esto era algo imposible en un año de elecciones. Van Buren nunca haría algo así si podía evitarlo.

Por lo tanto, mientras continuaba con el estudio de las notas, la pregunta no se borró de su mente: ¿Quién las enviaba?

El día era soleado en Londres, algo que como Arthur Tappan comprobó no era tan raro como cabía esperar, dada su fama de ciudad gris y lluviosa. En cualquier caso, prefería mucho más Manhattan y Estados Unidos, en ese orden.

Tappan llevaba en Inglaterra casi tres meses y la mayor parte del tiempo lo empleó en hacer negocios. Estaba trabajando para establecer una serie de acuerdos de distribución, importación y exportación con varios fabricantes. Las negociaciones eran lentas, pero progresaban. Estaba seguro de que al final de su viaje, The Tappan Dry Goods Company tendría clientes para docenas de diferentes productos norteamericanos, desde telas y sombreros de señora a calderas e instrumentos de precisión. También confiaba en que su negocio se convirtiera en el local neoyorquino donde los clientes encontrarían lo mejor de la moda británica y europea, además de muchos otros artículos exclusivos.

Sin embargo, sus tratos y negociaciones en territorio inglés no se limitaban sólo al tema mercantil. Le habían invitado a diversas reuniones reservadas con altos funcionarios del gobierno británico para discutir la esclavitud en Estados Unidos y el movimiento abolicionista. Los británicos parecían muy interesados en apoyar los esfuerzos tendentes a desestabilizar y, en última instancia, erradicar la esclavitud en Norteamérica. Los parlamentarios y ministros con los que se reunió pronunciaban largas parrafadas moralistas sobre la maldad de la esclavitud y la necesidad de abolirla en todo el mundo. Nunca dejaban de señalar con orgullo sus propios avances, de cómo la esclavitud estaba prohibida en todo el imperio, y de la cantidad de negros «recuperados» a través de la educación cristiana y la enseñanza de un oficio.

Tappan escuchaba sonriente y hacía los comentarios adecuados, pero no era tonto. Sabía que a pesar de sus muchas proclamas morales, gran parte del interés del gobierno británico por la esclavitud en Estados Unidos era el interés económico. Sí, habían eliminado la esclavitud, pero al mismo tiempo habían aumentado sus propios esfuerzos colonialistas, partiendo de que era mejor explotar a países enteros y sus recursos que poner grilletes a unos pocos desgraciados. Esto les permitía reducir los costes de exportación y les abría nuevos mercados extranjeros. No obstante, los países que continuaban con la esclavitud y mantenían la producción de grandes explotaciones agrícolas vendían más barato que la Corona y sus posesiones. Algo patente con el algodón norteamericano.

Barato, de gran calidad y con una producción elevadísima, el algodón norteamericano era el rey; también era la materia prima que impulsaba a la industria textil británica. Sin embargo, la parte que se llevaba el gobierno norteamericano en concepto de tasas y tarifas subían los precios a unos niveles que muchos fabricantes británicos consideraban escandalosos. A pesar de ello, el algodón estadounidense mantenía un precio muy por debajo del reclamado por los productores de las colonias británicas. Eran muchos los empresarios y legisladores británicos convencidos de que una alteración del sistema de producción norteamericano, como el aumento de los costes laborales provocado por la abolición de la esclavitud, permitiría que la producción colonial controlada por los británicos fuera más competitiva y aumentara su cuota de mercado a nivel mundial.

También había en el gobierno británico quienes vislumbraban un panorama diferente, donde el problema de la esclavitud provocaría una fisura capaz de dividir a Estados Unidos en dos países. Estos hombres buscaban, siempre con mucha delicadeza, la oportunidad para introducir una cuña en la fisura. Creían que un segundo país escindido de Estados Unidos, quizá formado por los estados del Sur y con una gran dependencia del cultivo del algodón y de la agricultura, estaría ansioso por contar con unos ingresos regulares. Esta situación conseguiría que el nuevo país se mostrara dispuesto a negociar unas condiciones de importación más aceptables. También sería un país menos propenso a la expansión hacia el sur y al oeste, lo que dejaría a Cuba, México e incluso Tejas, como objetivos más accesibles a una anexión por parte del Imperio Británico.

Tappan no era un traficante. Creía en Estados Unidos y en la capacidad del país para cambiar y prosperar. Oía constantemente que la abolición provocaría una guerra civil, pero no creía que eso llegara a suceder. Tenía mucha fe en que el pueblo norteamericano nunca llegase a esos extremos. Estaba seguro de que si podían denunciar a la esclavitud por lo que realmente era y podían eliminar a sus partidarios profundamente enquistados en el gobierno federal, estaba seguro de que se produciría en Estados Unidos un gran e incruento cambio de política como había ocurrido en Inglaterra. Por lo tanto, escuchaba con mucha atención lo que se decía en estas reuniones, y cuando regresaba a sus habitaciones, lo escribía y enviaba las notas a través de un intermediario al embajador estadounidense. El embajador, que ni siquiera conocía al autor de las notas, las remitía a Washington en la valija diplomática.

Como el correo se transportaba por mar, Arthur comenzaba ahora a recibir las cartas de su hermano, Lewis, referentes a los negros del
Amistad
. Deseó poder regresar y participar en el caso, porque estaba seguro de que éste era el catalizador que necesitaba para provocar un debate abierto a nivel nacional sobre la esclavitud. Pero el futuro de la compañía de los hermanos dependía de su permanencia en Londres durante varios meses más para acabar lo que había empezado. Además, en el fondo de su corazón sabía que Lewis se bastaba solo para mantener el interés del público en el caso.

Sin embargo, había un elemento al que seguramente Lewis no prestaba mucha atención, así que escribió otra nota para la valija diplomática.

He oído hablar de un incidente que involucra a los negros detenidos en una nave llamada
Amistad
. Uno de los hombres presentes en una reciente reunión comentaba que sería desgraciado, incluso peligroso, para el gobierno que los negros sufrieran algún daño antes de que el tribunal dictara sentencia y los devolvieran a España. Quizá sería prudente reforzar la seguridad de estos hombres hasta que se encuentren fuera del país.

Aquella misma noche, Tappan le pasó la nota a su contacto. No le merecía demasiada confianza la perspectiva de dejar la seguridad de los negros en manos del gobierno. Pero, por ahora, era lo mejor que podía hacer.

En la gran sala de su casa de Washington, el secretario de Estado, el señor Forsyth, estaba sentado en un sillón muy mullido, de respaldo ancho de caoba pulida, garras talladas a mano en los extremos de las patas y los brazos como hermosos cuellos de cisne con todos los detalles. Reposaba los pies en un taburete con los mismos adornos. Sostenía en una mano su pipa favorita y de vez en cuando le daba una lenta chupada mientras contemplaba las brasas en la gran chimenea de mármol blanco. Una discreta llamada a la puerta interrumpió sus reflexiones. Forsyth respondió con un gruñido y un criado negro entró con una bandeja de plata en la que llevaba una copa de brandy.

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