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Authors: Mamen Sánchez

Agua del limonero (24 page)

BOOK: Agua del limonero
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—Supe que se había enamorado de Greta el mero día que la vio por primera vez en la hacienda de Thomas. Yo misma me paré a mirarla un buen rato, porque era tan diferente del resto de las mujeres de aquel salón, tan alta, tan rubia, tan joven, que parecía recién salida del mar o del paraíso. ¡Maldito seas, Emilio Rivera! — exclamó de pronto sin apartar la vista del vaso—. No podías ser como los otros hombres, que se conformaron con bajar al puerto a aliviarse del calor, no. Tú tenías que adorarla, como un esclavo a una diosa. Tenías que temblar cada vez que rozabas tu piel con la suya, quedarte embobado, pensándola de lejos, que yo te preguntaba: «¿En qué andas?», y tú me respondías: «En cosas mías».

Clara no dijo nada. No se atrevió a interrumpir aquella conversación entre Bárbara y el fantasma de Emilio, que revoloteaba por aquella estancia convertido en polvo. Sólo cuando pasó un buen rato sin que ninguna de las dos volviera a hablar se decidió a reconducir de nuevo la conversación para guiarla hasta el lugar exacto al que a ella le interesaba llegar. Había aprendido a torear a la gente a lo largo de cinco largos años de entrevistas complicadas. Se había convertido en una especie de confeso ni o inquisidora, o negociadora, tan eficaz que siempre era a ella a quien confiaban las misiones más arduas de la revista. Los esquivos, los herméticos, los celosos de su intimidad, los ariscos y enigmáticos que disfrutaban envolviendo su existencia en un halo de misterio eran su gran especialidad. Clara tenía el don de lograr que de un modo u otro hasta el más astuto interlocutor de la tierra terminara por revelarle aquello que más deseaba ocultar.

No era el caso. Bárbara era patosa para todo. No digamos para irse de la lengua. Si una se quedaba callada mirándola de frente, ella se lanzaba a contar cualquier indiscreción, por inesperada que fuera, propia o ajena, ya fuera delito o peccata minuta, sin pararse a medir el efecto de sus palabras en el entorno.

Clara sólo tuvo que fingir una inocencia candida y poner cara de asombro cuando Bárbara, en respuesta a su «¿Entonces fue por eso, por esa obsesión, por lo que perdió el juicio?», levantó por fin la vista del vaso para clavarla en sus ojos negros y confesar: «No, mi reina, ¿ves cómo no puedes irte todavía? Fue por la muerte de Bartek Solidej».

—Escúchame bien —dijo sin dejar de mirarla muy fijo—, sólo te contaré esto una vez. Es… ¿cómo decís los periodistas…? Off the record, ¿no? —Sonrió—. Y te juro que si alguna vez lo publicas, diré que mientes, te demandaré, te llevaré a juicio.

—De acuerdo, Bárbara. —Clara encajó con serenidad las amenazas—. No se altere.

—Muy bien.

Bárbara Rivera recorrió el salón con ojos de borracha. Cuando los posó por fin en el carrito de las bebidas, un escalofrío le recorrió la espina dorsal.

—Me voy a servir un tequilita —se rindió—, aunque yo nunca tomo por las mañanas.

Ya con el vasito vacío y un limón escurrido sobre la mesa continuó con su declaración.

—Una vez te dije que Greta había asesinado a Thomas, ¿recuerdas? —Clara asintió—. De amor —añadió—. Bien, pues debes saber que aquél no fue su único crimen pasional. Greta es una mujer fría y calculadora. Austríaca, ya me entiendes, así que la palabra «pasional» le queda bien lejos, bien grande. Los apasionados fueron siempre los hombres que la sufrieron. Primero mató a Thomas, después a Bartek y, por último, a mi esposo, y con qué limpieza, con qué impunidad. —Bárbara suspiró—. Pero de las tres muertes, la más lenta y dolorosa fue la de Emilio. Lo envenenó de a poquitos, lo volvió loco, le chupó la sangre, le desvalijó el alma, lo vació por dentro.

—Creo que sé lo que quiere decir cuando afirma que Greta mató a Thomas de amor. Y también cuando se refiere a la muerte de Emilio en vida, despechado, ignorado y despreciado. Pero no entiendo qué tuvo que ver Greta con el accidente de Bartek —mintió Clara.

—Pues ni modo, chaparrita. —Bárbara utilizó un tono condescendiente que le hizo a Clara pensar por un momento en Hinestrosa cuando sentaba cátedra—. Ella lo empujó escaleras abajo nomás.

—¿Greta?

Clara sabía de buena tinta, porque la propia Rosa Fe se lo había confesado sólo unas horas antes, a quién pertenecían los dos brazos y el odio que habían impulsado aquel cuerpo hacia el infierno más probable.

—Sí, Greta, Greta, pero valiéndose de mi esposo como de un asesino a sueldo. ¿No te dije que le lavó el cerebro con todos aquellos cuentos de miedo? Le decía: «Emilio, mi hermano está loco», «mi hermano me pega», «mi hermano quiere quedarse con todo». En cuanto vio la ocasión de deshacerse de él, le dio la orden a Emilio, igual que a un perro de presa. Le dijo: «¡Ataca!», y Emilio atacó.

—Entonces, no enloqueció por amor —comprendió Clara.

—Fueron los remordimientos.

Bárbara Rivera se tomó el segundo tequila de una de esas mañanas en las que aseguraba que no probaba una gota de alcohol. Otra vez el perfume del limón estrujado invadió el salón y removió los recuerdos de Bárbara y los de Clara en un combinado de sabores amargos conocidos para ambas.

—Qué mala es la conciencia. Qué mala es la culpa.

Clara no supo quién de las dos había pronunciado aquellas palabras.

Se despidieron con un abrazo sincero en la puerta de la casa. Dentro se quedó Bárbara, empapada en mentiras viejas. Fuera, Clara, con el tremendo peso de la verdad sobre los hombros. Había aprendido también, a lo largo de cinco años de profesión, que la información es como el polvo, que debe asentarse, reposar, ir tomando forma y consistencia antes de poder aspirarlo o barrerlo, o amontonarlo en algún rincón, o esparcirlo por las cuatro esquinas del mundo, convertido en polen, para que allí donde caiga crezca un árbol, el árbol del paraíso, el de la ciencia del bien y del mal.

Las tres muertes de las que Bárbara culpaba a Greta tenían un autor material distinto a ella: a Thomas se lo llevó un infarto de miocardio previsible e inevitablemente mortal; a Bartek, la rabia de Rosa Fe madre, dos brazos impulsados por la venganza, una escalera pintada de rojo a la que acababan de desnudar de su alfombra y un golpe en la nuca, también mortal; a Emilio se lo rifaron la muerte natural y la accidental, con victoria de la primera sobre la segunda, porque a pesar de haber estado a punto de perder la vida varias veces en alguna calle sin luz, bajo las ruedas de algún autobús de línea, la explicación médica de su defunción fue necrosis del hígado por el abuso del alcohol, lo cual es igualmente mortal.

Clara podría haberse dado la vuelta y haber regresado a aquella casa para contarle a Bárbara que Emilio no asesino a nadie. Pero, entonces, ¿la verdad habría sido más dulce o más amarga o más aromática que aquella mentira tan comprensible? Emilio Rivera no estaba loco. Sólo perdió las ganas de seguir viviendo, porque de la noche a la mañana se le había desmontado el mito, la diosa se le había vuelto de barro, como uno de esos ídolos precolombinos que tienen cara de serpiente y cuerpo de mujer, y porque ya no podría volver a mirarla a los ojos sin sentir un poco de asco al creerla amante de su propio hermano. Porque notaba la garganta seca y no había modo de devolverle el agua a su boca sedienta.

III

Dicen que el asesino regresa siempre al lugar del crimen. Rosa Fe, escalera arriba, escalera abajo, con la bandeja del desayuno, la ropa limpia, las flores frescas y las marchitas, de tanto subir y bajar había borrado sus huellas del suelo, pero no había logrado eliminar la imagen de Bartek Solidej de las memorias tiernas de aquellos tres niños. También dicen que los primeros recuerdos perduran para siempre, como la lengua materna y las tablas de multiplicar.

Ahora Clara reconstruía la escena pasito a paso. Desde la puerta de la calle hasta la del dormitorio de Greta, examinando las distintas perspectivas: la desolación de

Emilio camino del parque, la furia de Rosa Fe encima de la escalera, el asombro de Bartek al verle por fin los ojos a la muerte y reconocerlos como los suyos propios y la imagen entre barrotes de tres bocas abiertas, maravilladas, como en el estreno de Vértigo, pero en colores, que eran muy niños para las películas de Hitchcock en opinión de todos, excepto en la de Emilio: «Si me prometéis que no se lo decís a vuestras madres, os llevo a una de miedo», y luego, tres noches en vela, temblando de espanto.

Clara se agachó en el mismo lugar en el que aquella tarde de diciembre, después de la proyección en el Paris Theatre de Freud, pasión secreta, interpretada por Montgomery Clift y dirigida por John Huston, Emilio Rivera protagonizó ante el público infantil su particular versión del thriller, con resultado de éxito rotundo y cuarenta años de pesadillas por cabeza. Con la aparición estelar de Rosa Fe en el papel de asesina, Bartek Solidej como villano, Greta como actriz principal y la mansión Bouvier como inolvidable escenario de esta superproducción germano— americana.

El tiempo se había deslizado por aquel pasamanos acompañando a Tom en su caída libre, como un niño más que se hace mayor sin entender por qué el hecho de que pasen los días, y luego los meses, y los años es suficiente para convertir a un crío en un hombre y cargarlo con responsabilidades que le quedan grandes, o que le son ajenas, o incomprensibles, o que simplemente le aburren hasta el extremo.

—Yo soy la barandilla de esta familia —solía decir Greta, con una falsa modestia abrumadora—. Porque es en mí en quien todos se apoyan para subir peldaños. Ellos van hacia arriba y yo soy feliz sosteniéndolos y respaldándolos en su ascenso. A la edad que tengo ya sólo me interesa dar consejos. Quiero que me recuerden como una mujer que tuvo mucha más experiencia de la vida que mucha otra gente y que supo canalizar todas sus vivencias para bien. Más sabe la vieja por vieja que por sabia.

Solían tomar un té con leche y algo de fruta a media mañana Greta y Clara antes de salir, a veces juntas, a veces en direcciones opuestas, a rellenar las dos o tres horas que las separaban del almuerzo. En la mansión Bouvier se comía a la una en punto, siempre dos platos y postre, en la vajilla de los desvelos de Rosa Fe, y luego se reposaba el banquete con una siesta sagrada de diez minutos exactos frente a la CNN, tradición de origen español y adopción mexicana que no se interrumpía así cayeran las bombas en Afganistán.

Aquel tecito de antes del mediodía que Rosa Fe anunciaba con un golpe de su puño en la puerta del dormitorio de Clara y la frase invariable «el tecito está listo, la señora la espera» era tan obligado en aquella casa como la mismísima siesta y se había establecido como una costumbre inalterable entre Greta y Clara para compensar el hecho de que cada cual tomara el desayuno donde y cuando le diera la gana; Clara muy temprano, en el comedor de diario, acompañada por el color avellana de los ojos de Tom, y Greta en su habitación, bien entrada la mañana, recostada en la cama y con el camisón todavía puesto mientras se llenaba la bañera de agua y sales marinas.

Su conversación de media hora larga, sólo interrumpida por los sorbitos que ahora una, ahora la otra daban a aquella infusión amarga y caliente, buen preparativo para combatir el frío de diciembre que las acechaba al otro lado de la puerta, era banal; el programa del día, la lluvia o la nieve, los titulares del periódico matutino, o algún comentario a tal o cual comportamiento estrafalario de Bárbara, siempre imprevisible, que un día se inyectaba una desproporcionada cantidad de silicona en los labios y otro decidía aparecer en un cóctel benéfico del brazo de un gigoló latino cuarenta años más joven que ella.

«Qué original», solía apostillar Greta a sus excesos.

Pero ese día, el desencanto de la despedida le había nublado el ánimo y durante un buen rato había permanecido callada, en una guerra interna en la que participaban la rabia, el alivio, la indiferencia y la altanería a partes iguales. Rosa Fe, con la bandeja del desayuno y el New York Times en las manos, le había disparado

lo de Clara a bocajarro. Siempre hacía lo mismo Rosa Fe con las malas noticias: las soltaba así, como si abriera el grifo del agua fría.

—La señorita Clara se vuelvo a España.

—¿Cuándo? —Al ratito.

—Y el señorito Tom no come hoy en la casa.

—Ni cena.

Entonces Greta se dejaba caer sobre los cojines que amortiguaban el peso de su disgusto y se quedaba allí el tiempo que hiciera falta, fingiendo una de sus memorables jaquecas de días, hasta que las aguas volvían a su cauce, Tom regresaba corriendo con el doctor Sontag, que era el único médico del East Side que comprendía la lengua materna de Greta, o Bárbara aparecía ruidosa con una botella de tequila escondida en el bolso para que al menos la cabeza tuviera un motivo auténtico del que quejarse.

Pero ahora, la noticia de la repentina marcha de Clara la había pillado por sorpresa y sin tiempo para castigarla con una migraña de las suyas. Había que escoger entre el encierro voluntario, lo que no evitaría que la chica se despidiera sin más, con un «adiós, gracias» desde el otro lado de la puerta, o un enfrentamiento frontal, con el que tal vez lograra que cambiara de opinión.

—Es una lástima que te marches ahora —dijo por fin—, justo cuando estábamos llegando a lo más interesante.

—Cuánto lo siento, Greta, pero lo que tengo que hacer en España es importantísimo. Tal vez sean sólo unos días, y antes de lo que se imagina, esté de vuelta con mi grabadora.

—Entonces te adelantaré los titulares para que no tengas más remedio que regresar.

Clara sonrió. Greta enumeró con los dedos de la mano izquierda:

—La muerte accidental y dramática de mi pobre hermano Bartek. Mi inolvidable viaje a Persia junto a Boris Vladimir para asistir a la fastuosa ceremonia de coronación del sah Mohammed Reza Pahlevi y su esposa, Farah Diba. Mi tórrido romance con un hombre casado, de lo que no me enorgullezco en absoluto. Esas cosas siempre acaban mal. La boda de mi hijo Tom con una desconocida y la enfermedad que le destrozó la vida para los restos. Ya le avisé de que aquella española, perdóname, no te ofendas por lo de española, no le traería nada bueno. Mi estancia en el Palacio de Buckingham, invitada por la familia real británica, para asistir al enlace entre el príncipe Carlos y lady Diana Spencer. ¿Quieres que siga o ya estás pensando en anular tu billete?

Con razón decía Bárbara Rivera que Clara conocía bien poquito a Greta. Del treinta de noviembre al diez de diciembre. Diez días, ni más ni menos.

El tiempo es un baremo peligroso. Nunca se sabe cuánto es suficiente, ni cuánto demasiado, ni cuánto hace falta, ni cuánto sobró, ni dónde tirarlo, ni dónde almacenarlo para echar mano de él el día menos pensado.

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