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Authors: Julian Barnes

Tags: #Humor, Referencia, Relato

El loro de Flaubert (2 page)

BOOK: El loro de Flaubert
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En el Hôtel-D.ieu me franqueó la entrada un desvaído y azogado
gardien
cuya bata blanca me desconcertó. No era médico,
pharmacien
ni árbitro de cricket. Las batas blancas suponen asepsia y claro juicio. ¿Por qué tiene que llevar bata blanca el vigilante de un museo? ¿Para proteger de los gérmenes la infancia de Flaubert? Me explicó que el museo estaba dedicado en parte a Flaubert y también a la historia de la medicina, y luego me condujo apresuradamente por las salas, cerrando con ruidosa eficacia las puertas en cuanto las habíamos franqueado. Me mostró la habitación en la que nació Gustave, su frasco de eau-d.e-C.ologne, su tarro de tabaco y su primer artículo de revista. Varias imágenes del escritor confirmaron el calamitoso y temprano cambio que sufrió cuando dejó de ser un guapo joven para convertirse en un barrigudo y calvo burgués. La sífilis, deducen algunos. El envejecimiento normal en el siglo XIX, replican otros. Lo único que ocurrió fue quizá que su cuerpo tenía un gran sentido del decoro: cuando el cerebro que albergaba se declaró prematuramente viejo, la carne hizo todo lo posible por adecuarse a esa situación. Estuve recordándome a mí mismo repetidas veces que Flaubert había sido rubio. Nada más fácil que olvidarlo: las fotografías hacen que todo el mundo parezca moreno.

Las otras salas contenían instrumentos médicos de los siglos XVIII y XIX: pesadas reliquias metálicas que terminaban en puntas afiladas, y jeringas para dar enemas cuyo calibre me sorprendió incluso a mí. La medicina debía ser en aquel entonces una ocupación emocionante, desesperada, violenta; hoy en día se reduce a pastillas y burocracia. ¿O acaso sólo ocurre que el pasado parece tener más color local que el presente? Estudié la tesis doctoral de Achille, el hermano de Gustave: su título era «Algunas consideraciones sobre el momento de la operación de la hernia estrangulada». Un paralelismo fraternal: la tesis de Achille se transformó más adelante en una metáfora de Gustave. «Ante la estupidez de mi época, siento oleadas de odio que me asfixian. La mierda se me sube a la boca como en las hernias estranguladas. Pero yo quiero conservarla, fijarla, endurecerla; quiero transformarla en una pasta con la que embadurnaré el siglo XIX, de la misma manera que doran las pagodas indias con excrementos de vaca.»

Al principio me pareció extraña la yuxtaposición de estos dos museos. Sólo adquirió sentido cuando recordé la famosa caricatura de Lemot en la que Flaubert aparece diseccionando a Emma Bovary. El novelista agita en el extremo de un largo tenedor el goteante corazón que acaba de arrancar triunfalmente del cuerpo de su heroína. Blande en todo lo alto el órgano como una valiosa prueba quirúrgica, mientras que en la izquierda del dibujo asoman, apenas visibles, los pies de la tendida y violada Emma. El escritor como carnicero, el escritor como delicado bruto.

Luego vi el loro. Estaba en una habitacioncita y era verde intenso y tenía ojos despabilados, y la cabeza torcida en un ángulo interrogador. «Psittacus —decía la inscripción de su percha—. Loro que G. Flaubert tomó prestado del Museo de Rouen y colocó en su mesa de trabajo mientras escribía
Un coeur simple
, en donde recibe el nombre de Loulou, el loro de Félicité, principal personaje del cuento.» Una fotocopia de una carta de Flaubert confirmaba el dato: el loro, escribió, permaneció en su escritorio durante tres semanas, al término de las cuales su visión comenzó a irritarle.

Loulou se encontraba en buen estado, con las plumas tan recias y la mirada tan irritante como cien años atrás. Miré el pájaro, y me sorprendió sentirme tan en contacto con este escritor que prohibió desdeñosamente a la posteridad que se interesase en absoluto por su persona. Su estatua era una copia; su casa había sido derribada; sus libros llevaban naturalmente su propia vida: las reacciones que suscitaban no eran reacciones suscitadas por él. Pero aquí, en este loro verde tan nulamente extraordinario, conservado de forma rutinaria y al mismo tiempo misteriosa, había cierto elemento que me hizo sentir casi como si hubiera conocido al escritor. Me sentí conmovido y animado a la vez.

Cuando iba de regreso al hotel compré una edición para estudiantes de
Un coeur simple
. Quizás el lector conozca la historia. Trata de una criada pobre e inculta llamada Félicité, que sirve a la misma señora durante medio siglo, sacrificando sin resentimiento su propia vida por la de los demás. Siente afecto, sucesivamente, por un tosco novio, por los hijos de su ama, por su propio sobrino, y por un anciano que tiene un brazo canceroso. El azar se los arrebata a todos: mueren, o se van, o sencillamente la olvidan. Es una existencia en la que, como podía esperarse, los consuelos de la religión compensan la desolación de la vida.

El último objeto de esa serie cada vez más reducida de afectos es Loulou, el loro. Cuando, a su debido tiempo, también él muere Félicité lo hace disecar. Guarda la adorada reliquia a su lado, e incluso forma el hábito de rezarle, arrodillándose ante él. Una confusión doctrinal acaba formándose en su simple cerebro: se pregunta si no sería mejor representar al Espíritu Santo, al que suele darse aspecto de paloma, como un loro. La lógica está sin duda de su parte: tanto los loros como el Espíritu Santo hablan, cosa que no les ocurre a las palomas. Al final del relato muere la propia Félicité. «Sus labios sonreían. Los movimientos de su corazón se hicieron cada vez más lentos, de latido en latido, cada vez más remotos, más suaves, como una fuente que se seca, como un eco que se desvanece; y, cuando exhaló el último suspiro, creyó ver, en el cielo entreabierto, un loro gigantesco que planeaba sobre su cabeza.»

El control del tono es vital. Imagínese el lector la dificultad técnica que supone escribir un cuento en el que un pájaro mal disecado y con un nombre ridículo termina representando una tercera parte de la Trinidad, y cuya intención no es satírica, sentimental ni blasfema. Imagínese además que hay que contar esa historia desde el punto de vista de una vieja ignorante, sin que el relato suene despectivo ni tímido. Pero es que el objetivo de Un coeur simple es completamente distinto: el loro es un ejemplo perfecto y controlado del estilo grotesco de Flaubert.

Podemos, si lo deseamos (y si desobedecemos a Flaubert), someter al pájaro a una interpretación adicional. Por ejemplo, hay paralelismos sumergidos entre la vida del novelista prematuramente envejecido y la maduramente envejecida Félicité. Los críticos han soltado a los hurones. Los dos eran personas solitarias; sus dos vidas quedaron manchadas por las pérdidas; los dos, por mucho dolor que sintieran, fueron perseverantes. Los que gustan de llevar las cosas más lejos aun insinúan que el incidente en el que Félícité es atropellada por una silla de postas en la carretera de Honfleur es una referencia sumergida al primer ataque epiléptico de Gustave, la vez que cayó en la carretera, a las afueras de Bourg-A.chard. No sé. ¿Cuánto tiene que sumergirse una referencia para no morir ahogada?

En un sentido crucial, Félicité es absolutamente lo contrario de Flaubert: es casi incapaz de expresarse. Pero se podría discutir esta afirmación diciendo que aquí es donde aparece Loulou. El loro, el animal expresivo, un extraño ser que emite ruidos humanos. No es casual que Félicité confunda a Loulou con el Espíritu Santo, que es quien confiere el don de lenguas.

¿Félicité + Loulou = Flaubert? No exactamente; pero podría afirmarse que él está presente en los dos. Félicité contiene su carácter; Loulou, su voz. Podría decirse que el loro, que representa una ingeniosa vocalización sin apenas seso, es la Palabra Pura. Si usted fuera un académico francés podría decir que Loulou es un
symbole du Logos
. Siendo inglés, me apresuro a regresar a lo corpóreo: a esa esbelta y despabilada criatura que he visto en el Hôtel-D.ieu. Imaginé a Loulou sentado a un lado del escritorio de Flaubert y devolviéndole su mirada como el sarcástico reflejo de un espejo de feria. No es de extrañar que tres semanas de su paródica presencia provocaran irritación. ¿Acaso el escritor es mucho más que un loro complicado?

Deberíamos quizá señalar, llegados a este punto, los cuatro principales encuentros entre el novelista y los miembros de la familia de los loros. En los años treinta del siglo XIX, durante sus vacaciones anuales en Trouville, la familia Flaubert solía visitar a un capitán retirado de la marina mercante que se llamaba Pierre Barbey; en su casa, nos cuentan, había un magnífico loro. En 1845 Gustave pasaba por Antibes camino de Italia, cuando se encontró con un periquito enfermo que mereció una anotación en su diario; el pájaro solía colgarse cautelosamente en el guardabarros del carricoche de su dueño, y a la hora de cenar era entrado en el comedor y colocado sobre la repisa de la chimenea. El diarista señala el «extraño amor» que une evidentemente al hombre y su animal. En 1851, cuando regresaba de Oriente vía Venecia, Flaubert oyó a un loro encerrado en una jaula dorada gritar sobre el Gran Canal su imitación de los gondoleros: «Fà eh, capo die.» En 1853 volvía a encontrarse en Trouville; se alojaba en casa de un pharmacien y se vio irritado todo el día por un loro que gritaba: «As-t.u déjeuné, Jako?» y «Cocu, mon petit coco.» También silbaba «J'ai du bon tabac». ¿Fue alguno de estos pájaros, parcial o completamente, la inspiración de Loulou? Y, ¿había visto Flaubert a algún otro loro vivo entre 1853 y 1876, fecha en la que pidió prestado un loro disecado al Museo de Rouen? Dejo estas preguntas en manos de los profesionales.

Me senté en mi habitación del hotel; desde una habitación cercana un teléfono imitaba el grito de otros teléfonos. Pensé en el loro que permanecía en la habitacioncita, apenas a unos ochocientos metros de distancia. ¿Qué hizo Flaubert con él cuando terminó Un coeur simple? ¿Lo metió en un armario y olvidó su irritante existencia hasta el día en que estuvo buscando otra manta para su cama? ¿Y qué ocurrió, cuatro años después, cuando una apoplejía le tumbó agonizante en el sofá? ¿Imaginó quizá que planeaba sobre él un gigantesco loro, que esta vez no significaba el saludo de bienvenida del Espíritu Santo sino el adiós de la Palabra?

«Me fastidia mi tendencia a la metáfora que, indudablemente, me domina en exceso. Me devoran las comparaciones como a otros los piojos, y me paso el día aplastándolas.» A Flaubert le salían las palabras con facilidad; pero también supo ver la insuficiencia subyacente de la Palabra. Recuérdese su triste definición en Madame Bovary: «La palabra humana es como una caldera rota en la que tocamos melodías para que bailen los osos, cuando quisiéramos conmover a las estrellas.» De modo que se puede entender al novelista de dos modos: o bien como un pertinaz y acabado estilista; o como alguien que consideraba que el lenguaje es trágicamente insuficiente. Los sartreanos prefieren la segunda alternativa: para ellos, esa incapacidad de Loulou para hacer algo que no sea repetir de segunda mano las frases que oye es una confesión indirecta del fracaso del propio novelista. El loro/escritor acepta con pusilanimidad el lenguaje como una cosa recibida, imitativa e inerte. El propio Sartre reprendió a Flaubert por su pasividad, por su creencia (o por su colusión con la creencia) en que
on est parlé
: nos hablan.

¿Anunció este estallido de burbujas la gorgoteante muerte de otra referencia sumergida? Es en el momento en que se empieza a sospechar que se están leyendo más cosas de la cuenta en una narración cuando uno se siente más vulnerable, aislado, y quizás estúpido. ¿Se equivoca el crítico que lee a Loulou como símbolo de la Palabra? ¿Se equivoca —o, peor aún, incurre en el pecado del sentimentalismo— el lector que piensa que ese loro del Hôtel-D.ieu es un emblema de la voz del escritor? Eso fue lo que hice yo. Quizás esto me convierte en un tipo tan simple como Félicité.

Pero, tanto si se califica
Un coeur simple
de cuento como si se lo llama texto, sigue provocando ecos en nuestro cerebro. Permítaseme que cite a David Hockney, bondadoso aunque poco concreto, en su autobiografía: «El relato me afectó de verdad, y me pareció que era un tema en el que podía meterme para utilizarlo en serio.» En 1974 Mr. Hockney hizo un par de grabados: una versión burlesca de la visión que Félicité tenía del Extranjero (un mico que se larga sigilosamente con una mujer colgada en su hombro), y una tranquila escena en la que Félicité duerme al lado de Loulou. Es posible que, con el tiempo, haga algunos grabados más.

En mi último día de estancia en Rouen me fui en coche a Croisset. Caía, mansa y densa, la lluvia normanda. Lo que antiguamente había sido un villorrio remoto a orillas del Sena, contra un fondo de verdes colinas, ha quedado ahora cercado por estruendosas instalaciones portuarias. Repican los martinetes, penden sobre tu cabeza los caballetes, y el río tiene un aspecto atestadamente comercial. Los cristales del inevitable Bar Le Flaubert se estremecen al paso de los grandes camiones.

Gustave anotó y aprobó la costumbre oriental de derribar las casas de los muertos; de modo que quizá se hubiera sentido menos dolido que sus lectores, que sus perseguidores, por la destrucción de su propia casa. La fábrica que extraía alcohol del trigo malagrado fue también arrasada cuando le llegó su turno; y en ese mismo solar se eleva ahora, más apropiadamente, una gran fábrica de papel. De la residencia de Flaubert no queda más que un pequeño pabellón de una sola planta, a unos cien metros de la carretera: una casita de verano a la que el escritor se retiraba cuando necesitaba más soledad incluso que de ordinario. Ahora se encuentra en mal estado y parece inútil, pero al menos es algo. Han erigido junto al porche un tocón de una columna acanalada, desenterrada en Cartago, como recuerdo del autor de
Salammbô
. Abrí la puerta de un empujón; un alsaciano comenzó a ladrar, y una canosa gardienne se me acercó. Esta no llevaba bata blanca, sino un bien cortado uniforme azul. Mientras chapurreaba mi mal francés recordé la marca de fábrica de los intérpretes cartagineses que aparecen en
Salammbô
: todos ellos, como símbolo de su oficio, llevan un loro tatuado en el pecho. Actualmente, la morena muñeca del africano que jugaba a la petanca lleva una calcomanía de Mao.

El pabellón contiene una sola habitación, cuadrada y con el techo a modo de tienda de campaña. Me acordé de la habitación de Félicité: «tenía al mismo tiempo aspecto de capilla y bazar.» También aquí aparecían las conjunciones irónicas —triviales baratijas al lado de solemnes reliquias— del grotesco flaubertiano. Los objetos exhibidos estaban tan mal ordenados que muchas veces tuve que arrodillarme para tratar de ver el interior de las vitrinas: la posición del devoto, pero también la del buscador de tesoros en las chatarrerías.

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